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Tocar el tema del autismo en una obra de ficción es
siempre algo arriesgado pero que cuando se trata con autenticidad y honestidad suele
salir bien la cosa. En ese sentido, se puede dar el aprobado con nota a esta
sugerente película israelí que se adentra en el tema desde la mejor de las
perspectivas en este caso, es decir el drama familiar. Estructurada como una
road movie, el filme pivota en la relación de un padre cincuentón con problemas
conyugales y arrastrando una autopercepción de fracasado profesional (un
artista plástico otrora con éxito venido a menos) y su hijo veinteañero con un
grado severo de autismo que obviamente ha condicionado la vida de sus padres. Uri
(Noam Imber), el chaval, vive en su mundo con la sobreprotección de su padre
Aharon (Shai Avivi), pero la intención de dejarle en una institución situada en
otra localidad descoloca a Uri, y su padre, conmovido y confuso, decide
respetar su voluntad y rehúsan a tomar el tren a la residencia embarcándose en
un viaje por parte del país en el que la convivencia más íntima y los distintos
sucesos vividos permiten a Aharon a
comprender mejor a su hijo al tiempo que este aprende a desenvolverse en un
mundo real que siempre le ha sido ajeno. El costumbrismo, el melodrama y los insertos más o menos de comedia hacen de
la historia algo grato de ver pese a la crudeza de muchos momentos.
Puede que a la película le falte relieve y cierta hondura dramática, pero el buen trabajo de los dos intérpretes principales -en especial el de Noam Imber, perfectamente creíble como joven autista sin serlo- y varios momentos sublimes hacen que la cinta cumpla con creces su función de mostrar la realidad de muchas personas autistas y su entorno. Películas así, siempre son bien recibidas en el mundo del cine y sin necesidad de ser obras maestras.