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Sam Mendes parece haber enderezado su trayectoria tras
una década de 2010 titubeante (con dos poco estimulantes filmes de la serie
007) y tras la agradable sorpresa que supuso la innovadora cinta de cine bélico
1917 (2019) el realizador británico dirige
por primera vez en casi 25 años de carrera una película íntegramente producida
en su país y con bastante más que aceptables resultados. Empire of Light es un drama social y psicológico con regusto vintage
y nostálgico (ambientada a principios de los 80) que consigue hacerse querer y
conmover utilizando muy bien el costumbrismo y sobre todo la dialéctica entre sus
dos protagonistas principales, dos seres muy diferentes que llegan a coincidir
en un momento de sus vidas -por razones meramente laborales- pero que llegan a
complementarse y a ayudarse mutuamente y, a su manera, a amarse. Y no es nada
baladí que el entorno y contexto principal del filme sea próspero complejo de salas de
cine de provincias, ya que el homenaje al mundo de los exhibidores
tradicionales de películas, a parte de estar presentado con mimo y cuidado, actúa
como impulsor de la relación entre los protagonistas y de los cambios que estos
experimentan: una declaración de amor al cine que además cumple función metabolizadora
del relato.
El punto de arranque es el personaje de Hillary,
interpretado por una sensacional (una vez más) Olivia Colman, una mujer de
mediana edad que trabaja en el Cine Empire de su Margate natal (en la costa norte
inglesa) como encargada de taquilleros. Hillary tiene un comportamiento extraño
y excéntrico y parece tener problemas psicológicos aunque es respetada por sus
compañeros y por su jefe Donald Ellis (Colin Firth) con el que mantiene encuentros
sexuales pese a estar el casado. La llegada de un nuevo taquillero, un joven de
raza negra llamado Stephen (Micheal Ward) abre para ella un mundo nuevo desde
el momento que empiezan a compartir secretos y empiezan a comprender mutuamente
las circunstancias especiales de cada uno. Hillary experimenta un viaje a lo
mejor y lo peor de si misma con momentos álgidos pero también con peligrosas regresiones
mientras que Stephen trata de ayudarla pero se ve muy limitado por muchos
factores. La extraordinaria interpretación de Colman dirige y manda la película
y la lleva por espectaculares derroteros con sublimes momentos dramáticos
cargados de credibilidad, aunque no es menor el trabajo del prometedor Micheal Ward
encarnando a un joven que simboliza muchos aspectos del nuevo Reino Unido de
comienzos de los 80, aquel que plantó cara al tatcherismo con multirracialidad,
liberación de las costumbres y un enfoque vital ante el encorsetamiento social
británico, expresado por la preeminencia
musical de la New Wave. Una fotografía fastuosa y clasicista, una inteligente
utilización de la banda sonora donde abundan hits de diferentes épocas y por
supuesto, una mención constante a películas del periodo de las que vemos varios
fragmentos componen un fresco inteligente y delicioso. Como también es una
delicia ver todos los entresijos de una sala de cine “de toda la vida” de y los
profesionales que hicieron posible que muchos nos aficionásemos al cine,
convenientemente homenajeados; ya solo por eso este filme merecería la pena.