El crepúsculo las estaba repitiendo en un persistente susurro a nuestro
alrededor, en un susurro que parecía hincharse amenazadoramente, como el primer
susurro de un viento que se levanta. “¡El horror! ¡El horror!”
El Corazón de las Tinieblas. Joseph Conrad
La ría de Nervión, a su paso por
Bilbao, nunca ha sido igual siempre. En días antiguos fue mas ancha, caudalosa
y al no ser Bilbao aún una gran ciudad ni las localidades que con ella limitan
aún unas urbes, era eso, una ría con riberas salvajes y herbosas y sin muelles,
canales y puertos que la rodeasen. Luego, cuando la mano del hombre modificó
por completo la fisonomía de la zona por obra y gracia del capital y la
industria, Nervión fue cambiando paulatinamente de color en la medida en que
también el cielo metropolitano bilbaino tornaba también de azul a grisáceo y en
el crepúsculo se volvía ocre y pardo; entonces la ría se fue volviendo marrón,
casi negra, prueba irrefutable de que el hombre del siglo XX, el hombre de
ciencia y progreso que se gestó en los siglos anteriores, ya había extendido su
dominio devastador sobre la naturaleza. Entonces la ría de Nervión dejó de ser
parte de la naturaleza y ya no fue salvaje más, tan solo su tramo puramente de
río, aquel que nacía como una catarata desde tierras de Orduña, estaba aún sujeto al curso propio de
un caudal, sin canales, diques, ni desvíos que modificasen y remodelasen su
trayecto.
Tal vez, en algún momento del siglo XX, la tripulación de algún
barco de los que atravesaban el Nervión, entrando o saliendo, procedentes del
puerto o del mar Cantábrico en donde el río muere, se maravillase de cómo el
hombre había logrado dominar al mar o a un río constituyendo prácticamente toda
una cultura alrededor de aquella ría. Esto, sin en realidad ser muy diferente
de lo que ocurrió en otros lugares en los que la revolución industrial hizo
mella, tenía un algo singular que duró hasta hace bien poco, cuando el Nervión
dejó de ser marrón y volvió a tornarse azul, esmeralda o turquesa, según como viniese
el día. Y es que, en aquellos días de esa ría industrial parda mancillada de
escombros, escoria metálica, maderos, y residuos de todo tipo que en su último
esfuerzo antes de adentrarse en la mar besaba los cimientos de una mole que
emitía tóxico humo siderúrgico, esa ría podía resultar enormemente tenebrosa. Y
no solo por su color oscuro, también porque podía parecer la entrada a una
civilización que resultaba extraña, intrigante y tenebrosa a muchos. Aquella
ría negra que recibía a barcos procedentes de variados lugares los cuales
podían tener desde alguna vaga noción de lo que allí ocurría hasta una idea
bastante fundada (según su criterio) de lo que suponía aquel territorio, era
seguramente pese a su inofensiva apariencia un trayecto maldito y sobrecogedor.
Sería como recorrer el río Congo a finales del XIX en una pequeña embarcación a
vapor, adentrándose en el misterio insoldable de una por entonces desconocida y
temible selva africana
La ría, como hemos dicho antes,
comenzó a cambiar a finales del siglo XX
y se convirtió en algo más idílico, mas pulcro, más limpio y más marino.
Esto ocurrió porque el país en donde se encontraba estaba cambiando también y
aquella época de fábricas, humo, máquinas y hierro incandescente desapareció
para dejar paso a un mundo más acoplado a los cánones de la más amable (en
apariencia) economía de servicios. Pero el país no se había logrado quitar aún
ese temor que infundaba al forastero, fruto de esa maldición que parecía que le
estaba destruyendo, estaba aniquilando moralmente a sus gentes y estaba
llenando de terror su propia existencia sumiéndole en un oscuro e interminable
túnel lleno de salidas falsas, un laberinto dedaliano que nadie parecía
entender, ni desde dentro no desde fuera, con un Minotauro esperando al doblar
cada esquina. La ría de Nervión, parda o azul, no era lo más temible, pero
dentro de las tierras vascas, se podía sentir el miedo de muchas formas,
susurrando con el mismo viento.
Allí ocurrieron durante muchos años
muchas cosas tristemente nefastas y abominables. No es cuestión de ir
recordándolas. Pero a buen seguro alguien con una mirada inocentemente humana
hubiese enloquecido ante la sola visión de las deplorables e inmorales
injusticias allí cometidas en nombre de una patria o de una supuesta libertad.
Algo que por desgracia ha ocurrido en demasiadas partes del mundo, la mayor
parte en épocas pasadas y en sociedades
bastante alejadas del concepto tradicional del bienestar occidental, constructo
este en el cual -y pese a todo- el entorno vasco siempre ha estado asociado y
no de manera superficial precisamente. Serían muchos los casos ocurridos
durante cincuenta años que podrían servir de ejemplo de cómo el ser humano
puede enfrentarse con lo peor de si mismo, pero hay uno que por su crueldad,
por su irracionalidad, por su poder destructivo, ilustra aquel dilema de si el
humano puede dominar el instinto, o si el instinto puede dominar al humano. Afortunadamente,
triunfó en aquella ocasión la humanidad, pero el crepúsculo no paró de extenderse
aquellos días, repitiendo aquellas palabras que resonaron en África gracias a
la imaginación de un fascinante marino y literato polaco que contaba sus
historias en la lengua de Shakespeare, principalmente porque Inglaterra era su país de adopción.
La sombra de Kurtz estuvo allí. Pero
el antihéroe de Joseph Conrad no había llegado esta vez de la civilización al
“mundo salvaje” en legal y normalizada misión colonizadora y había
sucumbido ante el panorama revelado ante
él del lado oscuro de la naturaleza humana en un entorno sin normas morales y
sociales. Kurtz, en julio de 1997, estaba en Euskadi desde siempre. Kurtz era todos
y cada uno de los ciudadanos, todos y cada uno de nosotros, expuestos a algo que
despertó desde lo más profundo de la selva de la conciencia humana. Tiempo
atrás, alguien, algunos habían inoculado el germen del odio en un ambiente que
a pesar a todo distaba mucho de ser la jungla del Congo a finales del siglo XIX
cuando el hombre blanco comenzaba a llegar y a someter a por medio de la fuerza, la aniquilación y la muerte a “lo
salvaje”; es cierto que influyó una situación pretérita de cainismo,
enfrentamiento irracional y odio al disidente que llevó a todo un Estado al
fanatismo, la autocracia y al tenebrismo, pero cuando parecía que todo aquello
estaba desapareciendo, el odio aún seguía, y muchos Kurtz aún vivían en su
propia selva, tras haber remontando el Nervión oscuro día tras día, noche tras
noche, eternamente. El mismo corazón de las tinieblas al que una vez el hombre
penetró en la Alemania de Hitler, en la URSS de Stalin, en la Argentina de
Videla, en el Chile de Pinochet, en Vietnam, en Irak, en Palestina, en Croacia,
en Irlanda del Norte, se pudo vislumbrar en Euskadi. Por que lo que Joseph Conrad no previó es que
en un mundo adelantado, organizado y, moderno en lo científico y lo social como
la superada Inglaterra decimonónica- recién conquistada la revolución
industrial- que el conoció y desde donde él hizo partir al inquieto marino
Marlow, el ser humano pudiese llegar a los extremos de Kurtz. Pero así fue. El
hombre en su estado primario y animal no precisa de un entorno físico
enteramente natural y liberado de cualquier influencia humana, basta con unas
dosis de odio y de fanatismo para encontrarse con el instinto salvaje de uno.
Durante mucho tiempo, muchos oímos
el grito de Kurtz, resonando entre sangre, cadáveres, desesperación y lágrimas.
Su eco, aunque no quisiésemos, era tan ponzoñoso que se oía desde la cima Gorbea
hasta el mismo árbol de Gernika, pasando por la bahía de Pasaia, la costa de
Getaria, la sierra de Aralar. Pero nunca se había oído tan nítido como aquella
fatídica ocasión, en la que muchos dijeron que querían justicia, solo querían
justicia… su justicia, su lote de marfil, su egoísmo. Todos, alguna vez, nos
convertimos en Kurtz, nos dominó la desidia, el miedo, la codicia y la
oscuridad. Aquella vez al menos la tiniebla se disipó lo suficiente para
exorcizar cualquier tentación de dejarse llevar por el instinto animal obviando
lo terrible y las cosas, con altibajos, con traspiés y con errores, comenzaron
a cambiar para bien. Remontar un río, lleve a donde lleve, es una como todos
sabemos- y Conrad también- una metáfora de la vida y navegar por el Nervión fue
una vez -inconscientemente para sus navegantes- adentrarse en las tinieblas. En
julio de 1997 llegamos a su corazón, como Marlow en el Congo, como el Capitán
Willard en Vietnam, y ya vimos el rostro del horror, que como dijo un trasunto
americano del personaje que mayormente nos ocupa, conviene convivir con él,
porque de lo contrario se convierte en un enemigo terrible. Tal vez muchos
siguieron esto demasiado al pie de al letra y pasó lo que tuvo que pasar, que la
oscuridad les atrapó y pude que aún hoy tarden un tiempo en salir de ella.
Hoy en día las cosas han cambiado y
una nueva época de esperanza se abre. Nadie desea que, al igual que el marino
Marlow mintió sobre las últimas palabras de su némesis, nadie falseé sobre lo
que ha ocurrido y dé testimonio de aquel escalofriante susurro que todos oímos.
Podremos decirlo, aunque sea demasiado oscuro.
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