SILENCIO DE HIELO (DAS LETZTE SCHWEIGEN)
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Correcto
e interesante thriller-drama teutón que recupera las esencias de las historias
sobre serial killers pedófilos esta vez con sentimiento de culpa. No se trata
de ninguna película de terror ni de suspense ni tiene ninguna escena escabrosa,
Silencio de Hielo es un drama realista,
casi cotidiano sobrio y amargo con hechuras de thriller e intriga policial de
regusto inequívocamente germánico-continental (metiendo en este saco si se
quiere al cine nórdico, aunque este no es el caso) que mantiene al espectador
con el alma en un puño con una mezcla de desesperación, tristeza, extrañeza e
inquietud. El prometedor realizador suizo Baran bo Odar se ha basado en una
novela del alemán Jan Costin para firmar una película muy buen planteada y
narrada cuyo personaje central, un arquitecto llamado Tim (Wotan Wilke Möhring)
vive un horrible drama moral y de conciencia cuando
una niña de once años desaparece exactamente 23 años después de que el
ayudase indirectamente a un amigo de dudosa reputación a violar y asesinar a
una niña de esa misma edad.
Poniendo
la investigación policial en un plano esquivo e intermitente, la película
apuesta por un juego de pistas en el que el personaje de Tim lleva todo el peso
psicológico, con interferencias con las
situaciones de los padres de la niña desaparecida en el momento de la historia, de la madre de la niña asesinada en 1986 y de los
policías que investigan el caso. La irrupción en la historia de Peer, el
perpetrador del primer crimen, será crucial en el devenir de los
acontecimientos. Una película muy interesante de ver aunque puede que sin ser
explícitamente indigesta no sea plato para todos los gustos. Buenas
interpretaciones y una efectiva parquedad narrativa en la película de un
director del que dicen está destinado a hacer grandes cosas. Veremos
CAFÉ DE FLORE
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y 1/2
Una
película un tanto desconcertante al principio pero finalmente efectiva y agradable es esta coproducción
francocanadiense que pese a su (en apariencia) pretenciosidad sabe ofrecer una
historia (en realidad dos) interesante y que da bastante que pensar, aunque
desde luego que no tira por el camino fácil a la hora de plantearla. Utilizando
el cada vez más socorrido recurso de dos historias separadas en el tiempo (en
este caso casi 40 años) que de alguna manera u otra terminan relacionándose, el
director quebequés Jean-Marc Vallé -que en 2005 dirigiese uno de los últimos
éxitos del cine canadiense en lengua francesa, la excelente C.R.A.Z.Y-, ofrece una película de
extraño desarrollo pero perfectamente narrada en donde se viene a decir que
nuestro destino está ya marcado por vidas pasadas que hemos vivido y de las que
no somos conscientes, y que la búsqueda de la felicidad está determinada por
los recuerdos de aquello que una vez vivimos en otro tiempo y posiblemente en
otro espacio. Así, recurriendo a una puesta en escena en parte realista y en
parte simbólico-poética, a un planteamiento cotidiano que no quiere caer en lo
fantástico y que por ello recurre a unas sugerentes recreaciones oníricas, y a una
historia de fondo en donde el amor aparece como la clave de la búsqueda
desesperada de los personajes por la felicidad, Café de Flore resulta una
película compleja pero sugerente y que si no fuese por algún momento
visualmente pedante o por lo mal que se insertan algunas pequeñas tramas que
antojándose claves se embarullan innecesariamente hasta el absurdo, sería una
película verdaderamente excelente. La verdad es que el trabajo de Jean-Marc
Vallé desde el punto de vista cinematográfico es encomiable, pero a veces se
echa en falta una mayor concreción en un puzzle que desde luego resulta
fascinante en no pocos momentos.
Por
un lado tenemos en 2011 en Montreal, Quebec a Antoine (Kevin Parent) un exitoso
DJ de 40 años que pese haber tenido un feliz matrimonio con dos hijas ha
decidido emprender una nueva etapa con una nueva compañera tras divorciarse de
su mujer Carole (Hélêne Florent), quien no lo lleva nada bien; y por otro
tenemos en los 60 a
Jacqueline (Vanessa Paradis) una parisina con un hijo de siete años aquejado
del síndrome de down que contra viento y marea decide educarlo como un niño
normal en una época en donde los deficientes intelectuales eran casi siempre
recluidos en instituciones: un adulto que pese a haber alcanzado la felicidad
renuncia a su antigua vida en busca de una supuesta felicidad mayor y un niño desafortunado que pese
a todo consigue ser feliz gracias a las atenciones de su madre pero que
inesperadamente descubrirá una fuente mayor de felicidad. Las historias
terminarán por encontrar su paralelismo ya que una de las historias (inacabada)
encontrará su culminación y explicación en la otra. Una película de sensaciones
y también de introspecciones, ya que prácticamente está contada desde el
interior de la cabeza de los personajes, de sus sueños, sus miedos, sus
obsesiones y sus recuerdos. Este aspecto es tal vez el que más aspereza da a la
película con inquietantes momentos de difícil digestión que a veces recuerdan
al cine de David Lynch (salvando las distancias), pero al final la lucidez se
impone. Una estupenda fotografía, un excelente uso de la música (clave en esta
película) mediante canciones ya existentes y una magnífica recreación de
ambientes en donde lo real a veces se funde sin explicación con lo irreal, lo
fantástico y lo grotesco realzan los méritos de una película sesuda pero más
que interesante.
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