Una de las profesiones más
privilegiadas sin duda. El poder disfrutar de los más exquisitos e intensos
sabores que a los que el ser humano podía acceder. Durante casi diez años había
logrado sublimar y perfeccionar su sentido del gusto gracias al contacto con
sabrosos manjares preparados de varios países. Eran los restaurantes para él
magníficos templos hechos para el goce humano y el alcance del éxtasis, la vía
para acceder a un paraíso pequeño, íntimo y peculiar, aquel que solo se
encontraba en la lengua, el paladar, las papilas gustativas y el estómago de
los mortales. La gastronomía, según él decía, aunque religión mayoritaria tiene
en realidad muy pocos verdaderos practicantes y no solo porque la vida de hoy, estresante,
veloz y frustrante, haya impedido que la gente llegue a saber saborear y
disfrutar los alimentos, sino porque los altares de la más alta gastronomía,
los templos de los sumos sacerdotes de la cocina internacionalmente
reconocidos, los paraísos del cuchillo y el tenedor (es decir, los restaurantes de cinco
estrellas) se han convertido en lugares casi de uso exclusivo de los más
pudientes y adinerados comensales. Solamente una selecta casta de fieles que
había obtenido la bula para poder acceder a esos recintos casi prohibidos para
el vulgo por medio de algo tan terrenal y villano como una periódico, una
revista, un portal de Internet o una guía de carretera, podía disfrutar de
manera continuada y cotidiana del placer de comer en los lugares donde mejor se
podía hacer eso. Principalmente, porque su profesión es precisamente la de
comer y opinar sobre lo que comen y después opinar sobre el restaurante en
donde les han servido la comida. Esa era su oficio, aunque no siempre se acudía
a paraísos de la cocina y muchas veces al igual que sus colegas de profesión
había visitado mediocres restaurantes con más nombre que efectividad o locales
que conocieron mejores años y mejores platos. Pero sin duda el modo en el que
se ganaba el pan desde hacía casi diez años era todo un privilegio y una
envidia para muchos.
Como otras muchas veces, llegó al
restaurante en cuestión cuando eran casi las dos de la tarde. En su
autoimpuesta rutina, ese era el paso uno de su modus operandi, el llegar cerca
de esa hora. Él siempre opinaba que ser crítico gastronómico era la versión más
amable del oficio de espía, yendo undercover
como un comensal más a los restaurantes y sin revelar que trabajaba para una
revista de tirada nacional suplemento de varios periódicos. Algunas veces le
había acompañado su mujer, sus hijas o algún amigo o familiar, pero la mayor
parte de sus expediciones a los templos del comer las había hecho en solitario
al igual que en ese momento. Nunca le habían descubierto ni había sospechado
nada el personal, el chef o el propietario del restaurante y se preocupaba con
esmero de no dar ninguna pista. Esa era la primera visita a ese relativamente
nuevo restaurante, la primera de las dos
o tres que pensaba hacer y lo cierto es que tenía gran curiosidad por conocer
de cerca las maravillas que decían que encerraba aquel moderno y sofisticado
local que había abierto sus puertas cuatro meses atrás. Los medios de
comunicación, tan proclives ellos de elevar a los chefs al más alto estrellato
mediático, habían alabado hasta la extenuación al Pantgansier, lo mismo que
otros críticos de restaurantes algunos con tendencia a la puntuación baja – y a
veces de manera injusta según el- aunque estaba ya harto de escuchar en boca de
los profanos en temas de restauración que aquel era un restaurante de imagen
moderna y de pulcra decoración con la consabida coletilla de que se servían
“platos de diseño”. Pero sin duda lo que más había llamado la atención a la
opinión pública sobre el Pantgansier era la rareza excéntrica postmoderna de
turno tan habitual en la restauración contemporánea que consistía en esta
ocasión en ofrecer a los comensales platos sorpresa y no revelar a nadie lo que
comieron hasta después de un año. A él ese detalle no le importó lo más mínimo,
ya había visitado varios restaurantes-circo en donde se comía con los ojos
vendados o de espaldas al resto de las personas que compartían mesa por no
hablar de otros en donde se llegaba a
servir terrones de arcilla seca con mermelada o amapolas con caviar bañadas en
sangría de coco. El Pantgansier se
encontraba en las afueras de una ciudad de provincias de tamaño mediano y se
había montado en un viejo y algo aislado edificio, un antiguo matadero del
siglo XIX de estilo casi neoclásico –algo grotesco para un lugar que sirvió de
aquellas funciones- restaurado con esmero con su fachada de piedra recubierta
ahora de mármol rosa. Tenía dos pisos – en ambos estaban los comedores- y su
parking era casi tan amplio como el de un centro comercial. Su vestíbulo le
recordó al de un gran hotel y a su derecha
se encontraba el comedor de la primera planta, donde él iba a comer. Los
camareros y camareras vestían un uniforme unisex consistente en una amplia camisa
verde oscuro donde no se veía ningún botón y en dond ponía el nombre del restaurante
en la parte derecha con letras moradas y
un pantalón azul marino. El maitre llevaba el mismo atuendo con una chaqueta
finísima del color del pantalón, más bien otra camisa que una chaqueta.
Como siempre, era importante pasar
como un comensal más. Sobraba cualquier identificación como crítico de
restaurantes y había que pagar la cuenta. La joven pelirroja que estaba cerca
del vestíbulo mostró al crítico una de las mesas individuales que se
encontraban en el enorme comedor. Todas las mesas (grandes, pequeñas, medianas)
eran circulares y de cristal. No parecía cómoda una mesa así para solo una persona. Las sillas de bonita madera
y hierro, eso sí, parecían cómodas con mullidos cojines de gomaespuma, tal vez
demasiado. Otro camarero, un joven de raza negra, le dijo al crítico que
enseguida iba a ser atendido. Se fue y el crítico lanzó una mirada al comedor y
comprobó con sorpresa como ninguna de las veinte mesas ocupadas no tenía ningún
plato en la mesa y estaba siendo atendida por el camarero de turno que afirmaba
en castellano, inglés, francés o alemán que iban a ser atendidos de inmediato o
bien este se acababa de marchar tras
haber cumplido tal cometido.
CONTINUARÁ
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