Un enorme tablón de madera en forma
de cuadrado. Sobre aquel tablero, una serie de barras de colores que en
realidad era una misma sola barra que iba en zigzag desde una esquina del tablero
hasta la esquina opuesta en el lado contrario. Cuadrados pequeños subdividían
la barra a modo de casillas. El tablero de un juego de mesa, sin duda, pero de
un juego que jamás se había jugado antes. Aquel tablero cuadrado, que parecía
estar hecho de madera de haya, era además enorme: ciento cincuenta centímetros
de largo por otros ciento cincuenta de ancho. Estaba puesto sobre una gran mesa
de mármol que no medía precisamente más de ciento cincuenta de longitud, aunque
de ancho era muy amplia. La mesa estaba
en el centro de aquel lugar, aquella especiosa estancia o enorme habitáculo del
que los que allí se encontraban, los jugadores y también los que iban a
contemplar la partida de aquel juego, no tenían ni la más remota idea donde se
encontraba. Habían llegado sedados, drogados, para que no solo no supiesen
donde se hallaba aquel recinto cerrado, sino para que tampoco averiguasen más o
menos a que distancia se encontraba desde donde fueron recogidos ni cuanto se
tardaba en llegar. Aún no había empezado la partida.
La mesa ocupaba el centro del
interior de un edificio que desde dentro se podía apreciar inmenso, descomunal,
más grande que el mayor de los estadios deportivos, con una estructura circular
similar a una plaza de toros. Las paredes eran de una mezcla de hormigón y
metal y en su perímetro había un graderío repleto de gente, bajo una enorme
cúpula abovedada. No era un estadio, ni un circo, era algo mucho más grande.
Los espectadores estaban allí sin duda para ver la partida del juego. Varias
pantallas de vídeo emitían las imágenes del tablero en donde una serie de figurillas
de cristal a modo de fichas se encontraban a los dos lados opuestos. Unos
potentes focos iluminaban la mesa rectangular de mármol pero no dejaban ver a
los jugadores que teóricamente se encontraban a los dos lados. La mesa era de
un color rojo casi fosforescente que trataba de iluminar -gracias a la luz
artificial que sobre ella se proyectaba- la estancia oscura en donde los
espectadores del graderío no eran capaces prácticamente de ver al resto de
asistentes que se encontraban algo más alejados de ellos perdidos en una
inquietante penumbra. Las fichas de cristal de uno de los contendientes eran verdes,
las del otro eran amarillas. Un haz de luces iluminó los lados de la mesa y
entonces se vio a los jugadores, momento en el que el público profirió en jaleos y gritos de júbilo.
Eran dos equipos, y bastante
numerosos según se podía ver en los primeros instantes en que las luces les
alcanzaban. Parecía al principio que cada equipo estaba formado por no más de treinta
personas, pero en los prolegómenos inmediatos al inicio de la partida se iban
añadiendo más personas a cada equipo, surgidas de diversos puntos del escenario
circular. En el equipo de las fichas amarillas se congregaron finalmente unas
cien personas, hombres y mujeres, bien vestidos, portes afectados, trajes,
corbatas, rictus y maneras de poder en gestos y expresiones pero a fin de
cuentas aspecto anodino. Era gente rica,
poderosa e importante y el público al ver algunos rostros de cerca en las pantallas
gigantes reconoció a políticos, gobernantes, empresarios, banqueros: ya sabían
que muchos de ellos iban a concurrir, pero no sabían exactamente quienes. Ellos
mismos, los jugadores de las fichas amarillas, habían sido invitados a
participar en secreto y no sabían quienes iban a ser sus compañeros de equipo
aunque ya se lo suponían. Nadie les había dicho donde iba a tener lugar el
juego y aún no lo sabían. Como tampoco lo sabían los del equipo contendiente y
ni tan siquiera el público, llegado de diferentes partes del mundo. En el
equipo de fichas verdes al principio parecía que había más o menos el mismo
número de personas que en el equipo amarillo, pero esa percepción compartida entre
toda la concurrencia del gigantesco recinto en los primeros instantes pronto se
desveló como errónea: en el equipo de fichas verdes habrían unas quinientas,
seiscientas o tal vez setecientas personas, hombres y mujeres de toda edad,
raza y nacionalidad. Blancos, negros, árabes, asiáticos, gente con rasgos
amerindios, cabellos rubios germánicos, mujeres con sharis indios, africanos
con sencillas vestimentas, campesinos centroamericanos con sombreros de paja, ingenieros
franceses, obreros norteamericanos, ancianos de Uzbekistan, jóvenes japonenses.
Un muestrario de población mundial con gesto decidido y ansias por conseguir
algo en aquel momento. Mediante aquel juego de mesa. Una voz desde un potente
altavoz prácticamente invisible anunciaba que el juego iba a empezar. Las
pantallas mostraron unos enormes dados rodando, tomados desde vete a saber donde. Los dados se
detuvieron. Los primeros en mover ficha, según las reglas de aquel juego, eran
los amarillos.
Las fichas representaban figuras
variadas: el equipo amarillo tenían leones rampantes, cuernos de la abundancia,
el dios Marte lanza en ristre, la justicia con los ojos vendados y una balanza.
Los verdes tenían como fichas figurillas del dios Hermes, palomas con una rama
de olivo, dragones, una serie más amplia que el resto de figuras más pequeñas y
también una representación de la justicia. El equipo amarillo movió la figura
de cristal de un león al que situó en una casilla de color rojo. Debían de
avanzar otra vez y los dados se volvieron a mover. Esta vez utilizaron dos
figuras, que situaron como organizando una defensa estratégica en diferentes
casillas. Sin necesidad de utilizar los dados, los verdes colocaron varias de
sus fichas en el tablero: al haber dos fichas de león de los adversarios, al
equipo de gente ciudadana les correspondía sacar un número de las estatuillas
más pequeñas que el resto, unas figurillas que representaban seres humanos algo
esquemáticos. Eran el pueblo que trataba de organizarse ante el poder y
tomarlo. Les tocaba ahora a los verdes tirar dos veces el dado para mover
exclusivamente sus fichas de habitantes, y consiguieron acceder a la casilla
donde se encontraba uno de los leones amarillos, con lo cual conseguían ganar
el león amarillo, que fue canjeado por otro verde que les pertenecía.
El público, que veía los detalles del
juego en las pantallas, sabía que aquel juego no tenía unas reglas tan
estrictas, concretas y asumibles como parecía al principio de la partida. En
cualquier momento el equipo de los poderosos podía subvertir las reglas o mejor
dicho seguir el juego con sus verdaderas reglas que no eran otras que un
conjunto de trampas y ventajas para que ellos ganasen. Los dos equipos ya lo
sabían. Todos los jugadores lo sabían, cuando fueron convocados para jugar
aquel juego, cuando se decidió que el destino de la humanidad se discerniese
sobre un tablero. Cuando después de una era de crisis, de miseria moral, de
podredumbre de los gobernantes, de engaños al pueblo, de hurtos a los más
débiles, de ricos más ricos y pobres más pobres, de hipocresía y de maldad, la
humanidad estaba al borde del colapso. Varias personas en todo el mundo, al margen de los gobiernos, inventaron
aquel juego que iba a ser la batalla final entre los poderosos y el pueblo.
Alguien llegó a decir que aquel combate iba a ser entre el bien y el mal, y
su parte de razón tenía. Un colectivo mundial
de miles y miles de personas anónimas se unió para crear y jugar a un juego
retando a los de arriba, que también veían en aquella contienda semilúdica la
solución definitiva. Quien ganase, iba a gobernar los designios de la humanidad
de ahora en adelante. Pero el bando de los poderosos, los de las fichas
amarillas, sabía que podía seguir sus propias reglas de siempre, y por ello
partían con una gran ventaja. Lo que no ponía en el reglamente ni nadie conocía
era exactamente cómo se ganaba el juego en aquella extraña mezcla de ajedrez,
backgammon, damas, parchís y Monopoly.
El juego seguía, y los verdes
parecían lograr avances. Sus fichas más valiosas a nivel individual - sin
contar con los “peones” que representaban al pueblo llano y eran más valiosos
según el número de ellos que se encontrasen sobre el tablero- eran las
justicias y las palomas y tras varios esfuerzos consiguieron sacar sus cinco y
siete respectivamente figuras de cada uno de estos dos tipos. Pero los
amarillos pronto les contrarrestaron eliminando sus peones con las figurillas
del dios Marte y restando cuernos de la abundancia verdes que habían conseguido
al ser canjeados por cuernos amarillos alcanzados por sus fichas. Pronto
perdieron los verdes sus dragones, sus pegasos y sus Hermes, fundamentales para
lograr el avance hasta la que parecía la casilla final situada en el lado de
sus adversarios, y tenían que jugar fundamentalmente con sus peones-pueblo. Se
estaba quedando el equipo verde sin fichas de cristal de ningún tipo y el
equipo amarillo parecía tener la victoria cerca. Aquel equipo de políticos,
millonarios, propietarios de compañías multinacionales, banqueros, militares,
todos ellos tramposos y soberbios iba a ganar el juego y para ello había
utilizado más cuernos de la abundancia de los que les correspondía (no se sabía
de donde habían sacado fichas de más) habían utilizado sus estatuillas de la
justicia saltándose las normas y habían utilizado sus principales figuras de
cristal de ataque, los leones, de manera bastante fraudulenta además de tirar
los dados varias veces seguidas sin que en teoría les correspondiese.
Los jugadores del equipo de fichas
verdes se encontraban abatidos. Aquella titánica responsabilidad que el resto
del planeta les había asignado, aquella misión trascendental que debían de
cumplir y que no era otra que la de hacer que se cumpla definitivamente la
justicia frente a los males que ya se habían instalado sin remisión en la
humanidad y que estaban a punto de destruirla tras milenios de civilización,
estaba a punto de fracasar. Y con ello, la tierra pertenecería ahora a aquellos
pocos que de un modo u otro, eran responsables de aquel caos. El público había
enmudecido desde hacía ya un buen rato y un terrorífico silencio desolador
envolvía el interior del edificio de hierro y hormigón. Alguien gritó algo
desde el graderío. Los jugadores del equipo verde se disponían a ver en las
pantallas como la mano de aquel misterioso juez iba a arrojar el dado que les
correspondía para la que parecía a todas luces su última jugada. Alguien volvió
a gritar desde el público. Luego se oyeron unos rumores. Y otros, y más gente
hablando, hasta que todo el numeroso público de casi noventa mil personas
llegadas de todas partes del mundo comenzó a hablar llenando el pabellón de sus
voces articulando palabras y frases en diferentes idiomas. El público comenzó a
moverse y a levantarse de sus asientos, bajando por el graderío y dirigiéndose
a la pista circular. Varias personas comenzaron a llegar al escenario donde se
encontraba la mesa roja con el tablero y los numerosos jugadores de los dos
equipos. Poco a poco, la pista circular se fue llenando del público que había
bajado hasta allí. No cabían todos, pero los que no habían conseguido llegar se
encontraban en primeras filas del graderío. Rodeando a los participantes, los
que se encontraban cerca de los verdes les abrazaban y saludaban efusivamente a
estos mientras los que estaban junto a los amarillos les empujaban y lanzaban
miradas amenazantes, aunque en realidad todos parecían querer dirigirse
apresuradamente y como podían dentro de aquel gentío hacia el lugar de los
jugadores de las fichas verdes. Cada uno de los espectadores llevaba en la mano
una figurita de cristal verde, al parecer una réplica de alguna de las fichas
del juego.
Fueron depositando en el tablero sus
fichas. Nuevas fichas verdes para el juego. La mayor parte de las fichas eran
peones y pronto el tablero se fue llenando de fichas verdes hasta rebosarlo.
Tampoco se tardó mucho en llenar la gran mesa de fichas verdes, aquellas que no
cabían en el tablero. Cuando la mesa se hubo llenado de figurillas verdes, la
inmensa mayoría que no había podido depositar su ficha la blandía en alto hasta configurar en el
corazón mismo del pabellón casi un fulgor verde producido por la luz artificial de los focos que
iluminaba las efigies de cristal. El equipo amarillo vio lógicamente removidas
sus fichas del tablero mientras las tiradas de dado eran favorables al equipo
verde aunque estos ya no podían mover ficha alguna porque toda la mesa estaba
llena de ellas. De las suyas. Ya habían ganado el juego.
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