I
Eran las siete y media de la tarde.
Ya estaba empezando a guardar los papeles en el cajón de la mesa dispuesto a
dar por terminad en breve otra maldita, insustancial y desierta jornada de
trabajo. Ni una maldita visita, ni una maldita llamada telefónica, ni tan
siquiera el maldito grito de algún borracho pasando por la calle. Ni tampoco el
ruido de un maldito coche. Tal vez debería de haberme dado cuenta antes de
escribir esto que la ventana de mi oficina daba a un callejón sin salida que lógicamente
impedía que cualquier automóvil lo cruzase sin pegarse un castañazo contra el
muro. Yo ya lo probé un día en una persecución y mi antiguo Lincoln Continental
terminó yaciendo en un desguace de Albany. Yo conseguí librarme, pero maldita
sea, a veces hubiese preferido quedarme entre los amasijos del coche.
Adelaine, mi secretaria, marchaba
ya. Tocó la puerta con sus irritantes tres golpecitos matemáticos y acto
seguido la abrió sin yo ni siquiera darle permiso. Esta muchacha siempre me ha resultado
realmente irritante
- Me voy ya señor, mi novio me va a
llevar al cine a ver La Reina de Africa - ¿Desea algo?- dijo irritantemente
- No, simplemente que te vayas de un
maldita vez- contesté francamente irritado
-Parece irritado, ¿le ocurre algo?-
me preguntó la estúpida
-Si, que me parece que tengo el estomago irritado. Es esta maldita comida que sirven en el Joe´s. Hasta mañana,
Adelaine.
He de confesar que no siento ningún
afecto por Adelaine ni por supuesto ningún tipo de atracción por ella. No es mi
tipo ni nunca lo será, y si lo fuese tampoco sentiría ningún tipo de atracción
por ella. Y si algún día sintiese algún tipo de atracción por ella no sentiría
ningún afecto, no es mi tipo. Pero pensándolo bien, si me sintiese atraído por
ella sería mi tipo y entonces puede que sintiese algún afecto pero aunque lo
sintiese, puede que no fuese mi tipo, después de todo y sentiría afecto hacia
ella por….no sé. ¡Diablos! ¡Estoy desvariando! Debe ser lo mal que me sienta la
maldita comida que sirven en el Joe´s
Me quedé solo en mi despacho. Bajé
la persiana y antes de abandonar aquel cuchitril cuyo alquiler me causaba- y me
sigue causando- bastantes preocupaciones me serví una copa del whisky que tomé prestado
a un cliente hace un mes. El ya no lo necesitaba más, puedo jurarlo. La verdad
es que a fin de cuentas era un whisky excelente. De repente llamaron a la
puerta. No podía ser de nuevo me secretaria, pensé, ella ya se habría alejado
de la manzana lo mas rápido que hubiese
podido, pero tras el cristal translucido de la puerta se adivinaba la silueta
inconfundible de una mujer.
Permití entrar. La puerta se abrió y apareció
ante mí una auténtica muñeca. Pelirroja, ojos azules, cerca de ventisiete años,
unos labios carnosos de ensueño, nariz a lo Rita Hayworth, un cuerpo
exuberante. Llevaba un abrigo verde cubriendo un vestido del mismo color y un
gorro marrón oscuro. La verdad es que en días así uno se alegra de no salir del
trabajo a la hora correspondiente y ser un misántropo reflexivo con tendencia a
hacer minutos y horas extra en el despacho pensando sobre este apestoso mundo.
De haberme ido antes, aquella joven jamás hubiese hecho acto de aparición.
-Supuse que estaba aún aquí, he
visto la luz de la ventana encendida. Es usted Frank Prewitt, si no me equivoco-
la muchacha exhibía demasiada seguridad para tratarse de un mujer joven en
apuros. Maldita liberación de la mujer
-Así es. ¿Que es lo que desea?
- He oído que es usted el mejor
detective de Nueva York
- Muchas gracias, pero ¿Qué es lo
que desea?
- A decir verdad, esto que le he
dicho no lo he oído nunca, pero me pareció el más barato. ¿Me ayudará, verdad?
- Es usted demasiado joven y guapa
para estar sorda. ¿No me ha oído preguntarle que es lo que quiere?
Yo estaba demasiado obnubilado por
la belleza de la muchacha como para enfadarme. En otro contexto hubiese sacado
mi revolver y hubiese pegado un par de tiros a todo aquel que hubiese acudido
de esa guisa desconcertante y por así decirlo, irritante. No me importó que se
sentase frente a mi mesa sin pedirme permiso.
- Se trata de que he recibido
amenazas y anónimos- la joven empezó a sollozar- Algunos hombres me están extorsionando,
pretenden mi dinero, dejado en herencia por mis padres fallecidos. ¡Me amenazan
de muerte, e incluso temo que me secuestren, señor Prewitt!
- Calmese, cálmese, señorita…
- Dugan. Marjorie Dugan. ¿Le dice
algo ese apellido?
Por supuesto que me decía algo ese
apellido. La chica me explicó que era la hija del difunto Arnold Dugan, un
jodido irlandés millonario fabricante de concentrado de salsa de tomate que fue
compañero de armas mío en la guerra en Europa. El era capitán y yo teniente
cuando desembarcamos en Normandía con las bombas explotando detrás nuestro.
Tres años después de terminar la guerra Dugan enviudó pero para entonces ya
estaba empezando a manejar una fortuna con sus fábricas y hasta la fecha había
sido uno de los hombres más ricos de Nueva York. Durante todo ese tiempo le
había visto tres o cuatro veces pero no intercambiamos ninguna palabra y había
muerto hacía ya año y medio. En la guerra se comportó como un auténtico cerdo.
Maldita sea, a veces hubiese preferido quedarme con la tapa de los sesos al
aire en esa asquerosa playa francesa en lugar de tener que aguantar a toda la
gentuza que he tenido que tratar después. Marjorie, por lo que yo sabía era su
única hija y estaba soltera. No es mi
estilo mezclar el placer con los negocios es una frase que no tiene ningún
significado para mí, por lo que accedí a investigar el caso de las amenazas solo
por el hecho de que Marjorie era el tipo de una mujer por la que un hombre
hubiese subido y bajado el Empire State cien veces a la pita coja, y yo estaba
dispuesto a subir a su dormitorio las veces que hiciese falta. Si hubiese sido
otro pariente del puñetero Arnold Dugan el que estuviese aquel día en mi
despacho no hubiese tomado el caso ni por cincuenta botellas de whisky gratis.
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