Debido a las características
peculiares del restaurante no había carta ninguna y había que esperar el tan
intrigante como molesto (porque con las cosas de comer no se juega) truco del
sombrero. Con paciencia. Quiso escrutar visualmente al resto de comensales pero
se dio cuenta de que no lo tenía nada fácil porque la luz artificial del local,
unas focos dispuestos a lo largo de la parte de alta de la pared pintada de
ocre, estaban empezando a apagarse ante el murmulle multilingüe de la
concurrencia. Distinguía las sombras movibles sentadas en las mesas, moviéndose
nerviosas al tiempo que una especie de persianas automáticas comenzaban a tapar
los amplios ventanales. El crítico de restaurantes no tenía noticia de que el
restaurante llevase a cabo semejante ritual además de la ya conocida
extravagancia de los platos anónimos y eso comenzó a extrañarle. En un momento
solo quedaron las pequeñas luces de emergencia dando insuficiente luz al enorme
comedor.
Pero ya nada le sorprendía a estas
alturas. Ser crítico gastronómico en el siglo XXI ya conllevaba aceptar
adentrarse en aquellos mundos estrafalarios y casi extraterrestres, tal el
precio por probar los sabores y alimentos más extramundanos en una sociedad muy
dada al espectáculo gratuito y a la farsa como maquiavélico reclamo. Sin
embargo le daba la impresión de que esto ya resultaba demasiado, resultaban cansinas
tantas chorradas que lo único que hacían era menguar la comodidad y el disfrute
pleno del placer de una buena comida. Pronto
llegaron dos o tres camareros con bandejas que depositaron sobre la mesa de
cristal, eran todos los platos desde los entrantes al postre, tal y como le
dijeron. También le comunicaron que aguardase unos instantes hasta que volviese
la luz. Eso tranquilizó al crítico ya que no le resultaba de recibo el ridículo
numerito. El ruido, el movimiento de bultos en la penumbra y el avistamiento de cuerpos tenuemente
iluminados revelaba que el resto de comensales estaba recibiendo también sus
platos. La legión de camareros abandonó el comedor tras su función sin que se
distinguiese muy bien por que puerta desaparecían y el crítico se dispuso a
esperar el regreso de la iluminación. Un sonido mecánico le sorprendió tratando
de distinguir los diferentes platos en la semioscuridad y entonces comenzó a
subir desde el suelo una especie de biombo de madera que formó una caja de
cuatro lados alrededor de la mesa cuando la parte superior de los cuatro
tablones del biombo casi alcanzó el techo deteniéndose el mecanismo. Los
biombos mecánicos habían aislado unas de otras a las diferentes mesas y fue
entonces cuando la luz de un foco comenzó a encenderse e iluminó plenamente la
pequeña estancia resultante en donde había quedado casi aislado el crítico.
Una mueca de desprecio y burla se
dibujó en su rostro. La payasada además de ser tal era también cara, no quería
ni pensar cuanto había costado montar aquellos biombos automáticos seguramente
accionados mediante ordenador cuando además el número de mesas en aquel
restaurante de dos pisos era el que era. Pero ya había llegado la hora de comer
y a primera vista lo que había sobre la mesa tenía muy buen aspecto. Cada plato
iba acompañado de una cartulina verde que indicaba de que se trataba: de
entrantes, nueces peladas con salsa de calamar dulcificada con hojas de bambú,
tacos de gambas y pulpo con salsa azul (no especificaba de que estaba hecha,
pero parecía amarga y tenía un olor parecido al marisco) y croquetas vegetales
de hierbas con caviar y caramelo líquido (tampoco ponía que vegetales se
empleaban). Como primer plato ensalada de lechuga cruda con tomate verde, puré
de guisante y esferas de espárrago (con colorante rojo). De segundo, rodajas de bacalao y merluza
fusionadas y ensambladas acompañadas de guarnición de bolas de patatas bañadas
en menta y arroz líquido (que parecía leche). De postre, surtido de tartas de
chocolates del mundo (concentradas en una esfera marrón) con helado caliente de
aves de caza y pastel de aloe (de un color verde casi fosforescente). También
había una botella de vino sin etiqueta ya abierta y de donde uno de los
camareros ya había vertido parte de su contenido en una esbelta copa.
Comenzaba la comida, comenzaba la
jornada de trabajo. Los entrantes fueron consumidos. No sabría describir a que
le había sabido, era una sensación extraña la mezcla de sabores, sabía bien al
principio, estaban exquisitos, pero cuando le llegaban al estómago era como si
no hubiese comido nada. El primer plato, pese a las reticencias y prejuicios de
que la lechuga cruda y el tomate verde fuesen algo que supiese bien
sorprendentemente le supieron a gloria, pero comenzó a notar como o bien las
hierbas de las croquetas o las salsas de los entrantes le comenzaban a sentar
mal. Se acordó de restaurantes de lujo donde los experimentos intoxicaron a los
clientes, pero trató de no sugestionarse. El vino sabía espléndido, pero no
logró atinar cual era. Cuando terminó la ensalada se sintió mejor, pero le daba
la impresión de que había demasiados ingredientes secretos empezando por un
aceite de olor extraño que no era ni de oliva ni de girasol. El segundo plato
le devolvió las mismas sensaciones que con los entrantes y estuvo a punto de
dejarlo, pero sorprendentemente no pudo y siguió hasta el final, parecía algo
adictivo ¿aquellas bolas de patata?, ¿aquella leche de arroz que no sabía a
arroz aunque al principio estuviese deliciosa?. Se dio cuenta que muchos de los
productos en realidad no eran lo que ponía en los carteles aunque al principio
supiesen a eso, o tal vez si lo eran. Tras terminarlo el segundo plato su
estómago empezó a revolverse, pero no renunció a los postres. Ni él mismo se
dio cuenta pero los devoró en un abrir y cerrar de ojos.
Terminó; su estómago pese a todo
parecía estar digiriendo todo correctamente. Sentado en la silla, tenía una
sensación extraña, no sabía muy bien que le habían parecido los platos si le
habían gustado o no y pocos segundos después notó su estómago vacío: le daba la
impresión de no haber comido nada. Un extraño sopor le vino a la cabeza y vio
como las paredes de la caja del habitáculo individual donde había estado
encerrado como el esto de los comensales descendían hasta desaparecer. Pero
mientras hacían esto no fue capaz de ver asomar el comedor sino una luz
amarillenta que surgía desde el fondo del local y que una vez hubieron
desaparecido los biombos terminó por rodearle. El crítico de restaurantes
sentía su cabeza ida, lejana y una extraña sensación de mareos y vértigo. La
luz, que era más bien una niebla, se disipó para mostrar el local, que parecía
moverse y tambalearse como un barco en la zozobra marina. El crítico vio como
los clientes flotaban en el aire y desaparecían por los ventanales abiertos y él
mismo comenzó a planear involuntariamente alzando su cuerpo hasta el techo. Cuando
parecía que se iba golpear, el techo del comedor comenzó a subir de una manera casi elástica hasta
formar una bóveda cada vez más grande que se expandía sin cesar borrando
cualquier tipo de contorno. El crítico de restaurantes seguía planeando de manera
frenética sin saber muy bien done estaba, después de dar tres vueltas aéreas
sobre si mismo se dio cuenta que se encontraba sobrevolando lo que parecía el
jardín del restaurante, pero era aquel un jardín muy extraño con hierbas
grandes y retorcidas, árboles de forma anormal y hierbas aromáticas de tamaño
cada vez más descomunal. Había también muchas flores extrañas que olían a
marisco, carne, pescado, alubias, arroz y que parecían aumentar de tamaño por
momentos o más bien era él mismo quien estaba menguando hasta penetrar como un
ser diminuto por el interior de una flor con aroma de caviar.
El crítico comenzó un viaje extraño
en el que no tenía ya ninguna conciencia física de su ser. Recorría a velocidad
vertiginosa un pasadizo de colores variables mientras notaba en su paladar el
sabor de los tallarines a la boloñesa, el bacalao a la vizcaina, la merluza
rebozada, el pato a la naranja, la chuleta de cordero, el sorbete de limón, el
solomillo con patas, el sushi, la tarta San Marcos y así hasta cientos y
cientos de sabores. Atrapado por fin en su propio mundo, disfrutó de las
exquisiteces y pronto paladeó los mejores platos de los más grandes
restaurantes en su viaje gastronómico. Entraban las sensaciones en su boca, su
paladar, su garganta fluidas e invisibles. Estaba en una increíble gloria. No
era capaz de ver nada, no sabía si
andaba o volaba, solo comía, tragaba y saboreaba. Solo era capaz de pensar
fragmentadamente y no tardó en entender que el no había estado en realidad en
ningún restaurante. Se lo estaba imaginando, se lo había inventado. ¿O no? No,
no podía habérselo creado el mismo. Lo que había comido en el Pantgansier era
real y el restaurante también lo era, pero algo tenían aquellos alimentos que
le habían llevado a un estado de catatonia gastronómica. No era su buen sabor
precisamente sino posiblemente algo que llevaban, algún ingrediente secreto no
comestible o la simple combinación prohibida y extravagante de sabores o la
ingesta de productos en realidad no comestibles. Pero el destino, alguien se lo
había puesto en bandeja a él y casi un centenar de otros críticos gastronómicos
convocados aquel día. Tal vez aquel restaurante no era tal, sino una especie de
experimento. Era muy posible que el restaurante como entidad física ni tan
siquiera existiese sino que fuese algo que estuviese en la cabeza de todo
crítico de restaurantes, cada uno entendiéndolo y concibiéndolo como le
parecía.
Una luz blanca golpeó derepente al crítico de
restaurantes y entonce cesó su infinita degustación. Estaba otra vez sentado en
la mesa del restaurante y vio al resto de clientes, sus rostros desconcertados
e incómodos. No parecía haber nadie del personal en local y los comensales
comenzaron a abandonarlo. Así lo hizo también el. Cogió su coche y se alejó del
restaurante. Cuando trató de lanzarle una última mirada desde la ventanilla del
vehículo vio el viejo edificio del matadero abandonado. Aquel día, el crítico
de restaurantes comió mejor que nunca. Nadie había oído hablar del Pantgansier
cuando les preguntó a compañeros de trabajo, amigos y familiares y cuando
consultó por Internet no lo encontró. Sin embargo, el jamás se había sentido
tan feliz como aquel día. El crítico de restaurantes decidió que había llegado
el momento de dejar a un lado dicha profesión, ya nada le iba a sorprender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario