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Fallido
intento de hacer cine español con vocación internacional y visos de
exportabilidad (rodado en inglés director y la mayor parte del reparto
extranjero) con un filme que en su afán por presentar un producto que trata de
dar el pego de hollywoodiense solo consigue una cinta rutinaria, previsible y
desmañada no exenta de alguna virtud. La historia de Marcelino Sanz de Satuola
(1831-1888) el descubridor de las pinturas de la cueva de Altamira en
Santillana del Mar (Cantabria), la gran obra maestra del arte rupestre datada
en el paleolítico, era a priori un punto de partida muy interesante ya que se
trata de la crónica del empeño de un hombre por demostrar la veracidad de su
descubrimiento (tachado en su época como una burda falsificación) ante una
comunidad científica que a finales del siglo XIX consideraba al hombre primitivo como un salvaje incapaz
de crear arte- y aunque se aceptasen las teorías de la evolución de Darwin-
además de tener que combatir los ataques de la iglesia católica que
consideraban el estudio de la
prehistoria y más concretamente del hombre prehistórico como contrario a los
dogmas de sagradas escrituras por contravenir el concepto de creación divina;
pero solamente se ha conseguido una suerte de miniserie de televisión estrenada
en cines con todo contado de manera muy mejorable fallando estrepitosamente en
su intento de buscar aristas dramáticas de fuste en el personaje de Marcelino
Satuola y la relación con su familia y rivales: solo se consiguen golpes de efecto
maniqueos propios del cine comercial nortemericano o, una vez más, de un
telefilme y pese a que Antonio Banderas pone todo su empeño en dar lustre
interpretativo a este visionario científico aficionado del siglo XIX cuyo
hallazgo revolucionó el estudio de la prehistoria. Un guión hueco y muy poco
estimulante de José Luís López Linares y Olivia Hetreed y una rutinaria
dirección del británico Hugo Hudson, en otros tiempos un director de primera
fila mundial (Carros de Fuego, Greystoke) pero desde hace tiempo un
simple destajista que no había dirigido un largometraje de ficción desde más de
15 años echan por tierra cualquier intento de hacer una buena película.
Financiada
en su mayor parte por la familia Botín (descendientes de Satuola ya que
Marcelino y su hija María fueron bisabuelo y abuela de Emilio Botín) y rodada
casi en su integridad en bellos parajes cántabros (Santillana, Liencres, los
alrededores de Altamira) la película cuenta con un reparto internacional
secundando a Banderas que sencillamente se limita a cumplir el expediente con
un Rupert Everett nada creíble en el papel del intolerante obispo o la iraní
Golshifteh Farahani, tampoco demasiado brillante como Conchita, la esposa de
Satuola. En el reparto de actores británicos y franceses también hay algún
español como Javivi, Tristán Ulloa o Irene Escolar que no aportan nada
memorable y si algunos de los peores momentos del filme, algo que no se puede
decir de la pequeña Allegra Allen que se adueña de la función cada vez que
interviene como Maria Satuola, la verdadera descubridora casual de las pinturas.
No obstante sería injusto no señalar lo inspirado de algún momento (todo lo
relacionado con el interés de la niña María con la ciencia y su peculiar
búsqueda de la “verdad”) o el acontecimiento casual que dio origen a la
acusación de falsificación, así como la vistosa y luminosa fotografía de José
Luís Alcaine. Por el contrario, la música de Mark Knopfler y Evelyn Glennie
solo hace constantar que el ex lider de Dire Straits solo tiene dos soundtracks
que merecen la pena en toda su carrera (Un
Tipo Genial y Cal) y todo lo
demás ya no tiene aquel encanto céltico-rockista de aquellas. Alguna
incorrección histórica y forzados detalles posiblemente fruto de la subvención
del gobierno de Cantabria al filme no
son factores precisamente que puedan engrandecer a una película. Una buena
oportunidad perdida por un dudoso sentido de la comercialidad.
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