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Ha
sido una buena idea celebrar cinematográficamente hablando el centenario del
nacimiento del escritor Roald Dahl con una adaptación de uno de sus clásicos
infantiles dirigida por Steven Spielberg, un director que podría haber dirigido
más de una adaptación del escritor británico creador de obras como Charlie y la Fábrica de Chocolate, Mathilda o James y el Melocotón Gigante. Pese a que gran parte de la obra de
Dahl ya había sido llevada al cine (Charlie
y la Fábrica
en dos ocasiones con la primera de ellas - Un
Mundo de Fantasía (1971)- convertida en un clásico del cine familiar) la
novela conocida en castellano como El
Gran Gigante Bonachón (The BFG)
nunca antes había tenido una adaptación para la pantalla grande. Spielberg, que
últimamente atraviesa la etapa hiperactiva que le toca cada x tiempo, ha
encontrado una buena excusa para volver a adentrarse en el cine para todos los
públicos -especialmente dirigido a los más pequeños- y lo ha hecho si bien de
una manera no excesivamente brillante ni memorable si enormemente sutil y
efectiva. Aquí lo importante no era presentar una grande -aunque sencilla-
historia al estilo E.T, sino tratar
de recuperar ese espíritu infantil, emotivo e inocentemente humano no exento de
sentido de la épica y el espectáculo que caracterizó su cine en sus comienzos:
se puede decir que lo ha conseguido en parte aunque sin aquel elemento
entrañable y artesano de antaño, tal vez por que el director ya es casi un
septagenario curtido en mil batallas que dirige con los ojos cerrados y se
cuenta con el apoyo de los más modernos efectos especiales digitales
impensables hace unas décadas, a parte de que pese a lo adecuado del material
de partida para estos menesteres creado por Roald Dahl la historia, tan bizarra,
hiperbólica y con su punto cruel como casi toda la obra infantil del autor, no
es para tirar cohetes. Es, eso si, un bello canto a la amistad y un himno al
poder de los sueños y de la ilusión frente a aquellos que tratan de destruirla,
que Spielberg ha entendido a la perfección. Con escenarios generados en su
mayoría por ordenador y algunos personajes mixtura entre imagen real motion
capture y recreación digital, Mi Amigo el
Gigante sabe plasmar en imágenes la esencia de un cuento de hadas contemporáneo-
el libro original fue escrito en 1982- deudor de los cuentos clásicos de los
Grimm o Perraul, tal y como le gustaba a Dahl, y consigue avanzar en todo
momento como historia infantil, pero su un tanto excesiva supeditación al
aspecto formal- las imágenes son realmente bellas- y la simplicidad de la
historia pueden resultar algo insuficiente y cansino el público adulto.
Es
notable la cierta influencia de E.T
en esta película y no en vano el guión adaptado lo firma Melissa Mathisson, que
se reencontró 13 años después con Spielberg tras haber escrito el libreto de la inmortal
historia del extraterrestre perdido en la tierra aunque poco después del rodaje
la guionista falleciese: la amistad entre un niño (en este caso una niña) y una
criatura monstruosa pero bondadosa (en este caso un viejo gigante) es un canto
al entendimiento y a la eliminación de barreras cuyo mensaje debe calar en los
más pequeños. El británico Mark Rylance (oscarizado por El Puente de los Espías a las ordenes de Spielberg) convenientemente
modificado por ordenador hace una
conmovedora composición del gigante del título mientras que la pequeña Ruby
Barnhill está excelente como Sofía, una huérfana británica que encuentra en el
gigante vegetariano recolector de sueños que almacena en botes de cristal un
aliado inesperado en un mundo devorado por la falta de ilusión y la mediocridad
y ante la amenaza del miedo exterior, representado por la horda de gigantes
comeniños que habitan el País de los Gigantes junto con el protagonista al cual
maltratan por ser diferente a ellos. Momentos divertidos (curiosas las escenas
en el palacio de Buckingham) e inteligentemente logrados aunque faltos de
cierta emotividad abundan en una película que es una buena opción para llevar a
las criaturas esta verano
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