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Puede
convertirse en la película del año en la medida en que los Oscar le otorguen,
tal y como se prevé, varios galardones
y por supuesto consiga altas
recaudaciones en taquilla, algo que ya está logrando. Será lícito pensar, por
parte de muchos, que La La
Land es un nuevo intento de
aprovecharse del insólito tirón comercial que el género del musical esta
teniendo en los últimos años en el mundo del entretenimiento- a veces con
alguna dosis de snobismo- pero el nuevo filme del joven director Damien
Chazelle (Whiplash), no trata de ser
en ningún momento un filme musical al uso y pese a que es declarada y
evidentemente un homenaje a la era de oro del musical hollywoodiense (años 40 y
50) que nadie se espere una sucesión de tópicos del género ya que en esta
película se parte de una estilización manierística tan de tiralíneas y con
tanta voluntad metacinematográfica que el resultado es un delicioso ejercicio
de experimentación narrativa con una historia melodramática más bien mínima que
sabe fascinar y atrapar al espectador desde el primer momento. Conviene eso si
no tomarse muy en serio todo lo que vemos desde el primer momento: estamos ante
una especie de cuento de hadas, idealizado y un tanto simplista (solo aparentemente)
en donde además de los consabidos números de canciones y bailes hay mucho
momento fantástico, guiños al espectador, homenajes cinéfilos, puesta en escena
teatralizada y todo ello con una estética colorística y con cierto tono
atemporal (si bien la historia está enmarcada en la época actual) si bien
inspirada en el tecnicolor de los años 50. Todo en conjunto es un producto tan
inteligente y sugerente como muy posiblemente no plato para todos los gustos.
Chazelle, también guionista de la cinta, demuestra
que con una historia de amor imposible muy simple pero al misma tiempo
desgarrada y perfectamente creíble se puede hacer una excelente película si se
usan recursos tan originales como los que el ha utilizado- y que hemos
enumerado antes- partiendo del musical, un género que el trata de homenajear
con pasión y entusiasmo lo mismo que con afán experimental y siempre dejando claro
que el quid de la historia es la dificultad de congeniar la búsqueda de los
sueños con la consecución del amor de tu vida, dos elementos que llevan a la
felicidad, juntos o por separado, pero cuya conjunción está claro que es la
aspiración de cualquier mortal. El buen hacer de sus dos protagonistas es clave
en las virtudes del filme: Emma Stone como Mia, una aspirante a actriz y
dramaturga que lucha desesperadamente por el éxito en ambas facetas cuya vida
experimenta un importante cambio cuando conoce a Sebastián (Ryan Gosling) un
pianista de jazz con ganas de triunfar y salir de la mediocridad. La atracción
entre ambos y su complicidad en sus respectivas aspiraciones es la clave de la
historia, un tratado de sentimientos que si se sigue con entrega y pese a su
aparente sencillez puede llegar a conmover. Los temas musicales, variados en
cuanto a estilos (clásico de Broadway principalmente, pero también con jazz,
funk y algún oldie que en realidad no pinta mucho) no son ninguna maravilla
pero se dejan oír, ya que parece que lo que importa en realidad es esa curiosa
y genial puesta en escena en donde con bailes propios de musical de siempre y
coroegrafías a lo Gene Kelly se no cuentan claves de la historia y de al
relación y sentimientos de sus protagonistas (tal vez la escena inicial del
atasco de tráfico filmada en plano secuencia sea lo más excesivo de la
película). Una película llena de sugerencias, sentimiento y buen hacer con un
envoltorio inusual.
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