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Algo más que una vuelta a las raíces. Julio Medem
vuelve a ser un cineasta desbordante, narrador más que excepcional y con un
discurso que no deja a nadie indiferente con su nuevo largometraje en donde
recupera el cine poético-simbolista centrado en los sentimientos y en las
relaciones humanas de sus inicios. Y es que tras las relativas decepciones
consecutivas de Caótica Ana, Una Habitación en Roma y Ma Ma parecía que le habíamos perdido, pero
El Arbol de la Sangre redime al mejor
Medem desde Los Amantes del Círculo Polar aunque sea a costa de autoplagio y
remezcla de momentos, temas e incluso escenas de filmes anteriores como Vacas, Tierra, La
Ardilla Roja
o Los Amantes. Un proyecto que ya
llevaba varios años en la cabeza del director donostiarra planteado
inicialmente como una plasmación de la lucha cainita entre las dos Españas (la
progresista y la conservadora) pero que finalmente se ha desprendido de todo
componente ideológico y político (sus protagonistas lo recuerdan a lo largo de
la película) manteniendo eso si un fresco deslumbrante sobre el odio, los
conflictos entre clanes y la rivalidad injustificada en general con un
escenario que abarca diferentes puntos de la geografía ibérica desde la Andalucía señorial y de
cortijos hasta la Euskadi
campestre y de caserío pasando por la luminosidad de la costa levantina y la
magna presencia capitalina madrileña más referencias a la magia del pirineo
aragonés como lugar de retiro. Un reparto nutrido y más que competente
escenifica un complejo drama de enfrentamiento familiar con varias difíciles historias de amor de fondo con una
que vertebra la historia, la de sus narradores, la pareja formada por Marc
(Álvaro Cervantes) y Rebeca (Úrsula Corberó), los jóvenes descendientes de las
familias que retirados en un caserío cercano al Anboto- en el que algunos de
los personajes de la historia pasaron allí parte de su vida- se disponen a
escribir conjuntamente la historia de sus vidas y de sus familiares, con la
imponente presencia de un árbol que fue testigo de algunos de los episodios que
se cuentan.
Así, con un estilo metanarrativo, la película va
tejiendo una indudablemente hispánica pero también universalmente humana saga-crónica
intergeneracional, trufada de pasiones, amoralidades, situaciones límite y
sobre todo de un desdibujamiento de los límites entre el bien y el mal que las
últimas generaciones se esfuerzan en combatir decantándose decididamente por el
amor y la concordia. Son los diferentes personajes de la historia, cada uno con
sus traumas y vicisitudes heredadas del pasado, los que van tejiendo el sentido
de la narración mediante actitudes, diálogos, silencios y cartasis. Se arranca
con la historia de la catalana Nuria (María Molins) la madre de Marc, cuya
fugaz relación con Olmo (Joaquín Furriel) un valenciano de origen ruso todo
testosterona y con demasiados secretos marca el devenir trágico de la
narración; mientras tanto, la vertiente mediterránea de la historia no tardará
en encontrarse con otra mesetaria a partir de la persona de la madre de Rebeca,
Macarena (Najwa Nimri) una antigua de cantante punk rock madrileña de origen
andaluz de buena familia que lo deja todo por Víctor (Daniel Grao) un
enigmático joven que resulta ser el hermano de Olmo. Actuando como vértice, Amaia
(Patricia López Arnáiz) una escritora vasca hija de caseros que termina
impulsando (o mejor dicho, catalizando) la relación entre la familia de “Maca”
y la de Víctor y Olmo, ambas unidas por un oscuro secreto.
En palabras del director, la película versa sobre la
culpa y los errores y faltas del pasado y la necesidad de redimirlos. No es
casual que el sentido de la historias hunda sus raíces en algunos episodios de
la historia de España -las consecuencias de la Guerra Civil en los personajes
de los padres de Olmo y Víctor o que toque aunque sea de soslayo el terrorismo
de ETA – o que el tema de la memoria individual tenga una importancia
significativa en la historia, ejemplarizada en el personaje de Macarena, al que
una recuerdo en un principio estar llevando a la más absoluta locura o en el de su suegra Julia (Ángela Molina),
que lo ha olvidado todo no se sabe si a consecuencia de una enfermedad o
voluntariamente: todo está entrelazado cuando los destinos se cruzan a través
del tiempo y se establecen lazos de sangre. Rebeca y Marc descubren
precisamente el sentido de sus vidas y su destino cuando desgrana y entienden
la historia de sus familias. Como siempre espectacular fotografía, preciosa
puesta en escena y una increíble habilidad
para presentar momentos emotivos y dramáticos trufados con un halo poético que
esta vez se presenta con una madurez no antes vista ene l cine de Medem. Del
trabajo del reparto simplemente diré que es soberbio. Puede que no se trate de
la obra maestra del director, pero será sin duda uno de sus clásicos.
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