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Que en los tiempos de las series de las plataformas, las
repetitivas cintas de superhéroes Marvel/DC y en general el consumo compulsivo
y sin pasión de lo audiovisual aún existan intentos de hacer cine con mayúsculas
y fuera de cualquier registro comercial y además arriesgando es una formidable
noticia. Y es que Godland, coproducción
entre Dinamarca e Islandia basada lejanamente en hechos reales es una película peculiar
y fascinante que recurriendo a manierismos cinematográficos (y fotográficos) a
una puesta en escena deslumbrante sustentada en gélidos paisajes de la costa
islandesa -escenarios naturales que son casi los verdaderos protagonistas del
filme- y con una historia en apariencia minimalista y sin desarrollo claro
desde el punto de vista narrativo tradicional, ofrece todo un recital de séptimo
arte. Vista en Cannes y el Zinemaldi donostiarra donde no pasó desapercibida,
Godland es de lo mejor de lo que llevamos de año.
Dirigida con clase y enorme sentido artístico por el
danés Hlynir Palmason (también autor del guión) en un actualmente inusual
formato de 1.33:1 (cuadrado con esquinas redondeadas) la película pretende asemejarse
a un docudrama o a una fijación clásica (pero en color) sin perder ningún atisbo
de rigor histórico (esta ambientada a principios del siglo XX) ni de realismo antropológico
(su escenario es una Islandia rural, primitiva y en cierto modo salvaje con
unos habitantes entre la templanza y el deseo más desatado) y aún recurriendo
en casi todo su metraje a una imaginería poética ofreciendo en definitiva una
narración aparentemente costumbrista y realista que encierra una intencionalidad
metafísica, un elemento muy adecuado para la clave de una extraña pero al
tiempo sugestiva historia de lucha
contra los elementos externos y contra uno mismo, que es lo que vive su
protagonista, el joven pastor protestante Lucas (Elliot Crosset Hove) un hombre
que lo deja todo para vivir la que el cree la
experiencia humana y religiosa de
su vida pero que se encuentra con una realidad kafkiana que le supera, le
aterra y finalmente la rechaza.
Rodada en islandés y danés mostrando el conflicto lingüístico y cultural entre ambos países (Islandia fue colonia de Dinamarca) por ese motivo la película debe ser vista en VOS, además de poder así apreciar el naturalismo de las interpretaciones. El viaje de un religioso danés que llega a una aldea de la volcánica e inhóspita Islandia salvaje para construir una iglesia de la que el será su pastor, armado con una cámara fotográfica pionera con la que registra todo aquello que le produce curiosidad y significación (paisajes, lugares y gentes) tiene mucho de historia iniciática y de crónica de viaje -Lucas para llegar al pueblo recorre media isla con otros acompañantes en unas secuencias que funden la aventura con el drama interno intimista y siempre desde un prisma más o menos lírico y simbólico- pero pronto, cuando se alcanza el fin del viaje digamos físico, que es la llegada a la aldea, comenzará el viaje interno, psicológico y emocional del protagonista, algo que para el resultará dramático por lo extraño y desconocido que es todo lo que le rodea -los lugareños resultan ambigüos y desconcertantes ante su presencia- y en donde el elemento religioso tiene un enorme peso. Las fotografías que el toma (existentes en la vida real) son una muestra de esa rara realidad y de lo cada vez más torturado de su conciencia. No faltan elementos de western y referencias a Ingmar Bergman en esta pequeña obra de arte que requiere de entrega y de paciencia por parte del espectador por su ritmo mortecino y sinuoso, pero que resulta una absoluta experiencia sensorial e intelectual. Muy, muy recomendable.
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