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En
plena era del Watsapp y del Twitter es más que una buena noticia que un texto
de Shakespeare sea convertido en una película ambiciosa y más que solvente a la
que parece que no le va del todo mal en taquilla en todo el mundo. Aunque es una
obviedad señalar que la obra del dramaturgo inglés sigue siendo una fuente de
inspiración de primer orden en el mundo literario y audiovisual, resulta
significativo que en muchas de las últimas adaptaciones cinematográficas de
obras de William Shakespeare sus responsables se atrevan con planteamientos más
o menos insólitos y novedosos con respecto a versiones anteriores. Este Macbeth
dirigido por Justin Kurzel, un director británico a tener en cuenta en el
futuro, es un filme que sin ser excesivamente ambicioso y sin contar con un
enorme presupuesto se perfila como una de las mejores adaptaciones de esta obra
a la gran pantalla, tan solo superada por la de controvertida versión de Roman
Polanski de 1971. Rodada en paisajes naturales de Escocia y con escenarios
austros y estética minimalista adaptada al agreste y aún semibárbaro mundo
escocés del siglo XI en donde se sitúa la historia, este Macbeth es una pequeña
joya que lleva trazas de convertirse en película de culto con su más que
efectiva mezcla de cine independiente, puesta en escena puramente teatral,
experimentación narrativa y sobre un atrayente componente visual entre
pictórico, naturalista y esteticista puesto al servicio de unas imágenes de
calculada composición y cierta inspiración manierista. Digamos que esta es una especie
de puesta al día del cine de “arte y ensayo” de los 60 y 70, una especie de
ucronía en donde parece que Polanski,, Visconti o Pasolini han rodado en los
2010 aunque eso sí con no pocos elementos del cine contemporáneo, especialmente
en cuanto al tratamiento de la violencia y las escenas de guerra, próximas a
las coordenadas tarantinianas. Las referencias estéticas y cinematográficas de
este filme se completarían con algún elemento de Zeffirelli, Jodorowsky y, por
que no, el expresionismo alemán. Pero lo más importante es que el resultado,
lejos de ser pedante, es de un filme degustable y relativamente asequible
aunque siempre con las reservas que impone su lenguaje clásico y lo árido -desde
el punto de vista del público actual- de la temática dramática Shakespeariana.
La
historia de Macbeth, paradigma de la ambición desmedida y de las ansias
irracionales de poder y gloria, aparece aquí como un relato etéreo e irreal con
una ambientación que trata de trascender su pureza teatral con el componente
fantasmal y fantástico que su propio autor le imbuyó (jamás las Tres Fatídicas
han estado aquí tan inquietantes y sugerentes) íntimamente ligado aquí con los torturados
remordimientos de su protagonista excelentemente interpretado por Michael
Fassbender. Sus soliloquios y los de Lady Macbeth (curiosamente interpretada
por una francesa, Marion Cotillard, que hace un estupendísimo trabajo) se
encuentran entre los momentos más logrados del filme, siempre apoyados en
deslumbrantes y turbadoras imágenes. El otro tema de la obra, el del uso
despiadado de la violencia, como era de esperar ocupa también su lugar central
con una dosis de sangre menos abundante que en otras adaptaciones aunque tal
vez algo más explícita. Un Macbeth extraño y un tanto diferente que sin embargo
cuenta la historia de siempre con prácticamente los mismos recursos eso si
tratados de una forma peculiar y original. Recomendable a los amantes de la
literatura de Shakespeare y a los cinéfilos exigentes
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