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En medio una moda de ficciones audiovisuales sobre el narcotráfico,
la irrupción de este filme en la cartelera internacional no debe ser vista de
modo alguno como una muestra más de esa tendencia: esta cuidada y sorprendente
producción colombiana va mucho más allá en su propósito de contar una crónica
histórica del tráfico de marihuana desde Colombia durante las décadas de los
60,70 y 80 y usando la metáfora y un planteamiento tan realista como poético ofrece
un relato poderoso y que se sigue con enorme interés y en donde la abundancia
de matices, sugerencias, referencias veladas y sobre todo un planteamiento
humanista de los personajes que roza la perfección terminan por modelar una película
deslumbrante e imponente que desde luego que es de lo mejorcito que hay en la
actualidad en cartelera. El tándem de directores formado por Ciro Guerra y
Cristina Gallego, juntos o por separado, puede dar en el futuro muy buenos
momentos cinematográficos en un panorama -tanto comercial como artístico- con
un séptimo arte geográficamente globalizado.
Pájaros de
Verano no esconde su propósito de
trazar un relato arquetípico y mítico planteado como un cuento (cada
temporalidad del filme, que transcurre durante más de 10 años esta dividida en
secuencias-capítulo con su respectivo título) y en donde la influencia de la literatura
iberoamericana (Gabriel García Márquez principalmente) es notable, de allí cierta
presencia de un realismo mágico bastante contenido y de su condición de relato histórico
de saga familiar. Al mismo tiempo, hay un notable elemento western en la
estructura de la historia (concretamente el spaghetti western) e incluso una
curiosa influencia del universo de Alejandro Jodorowsky en alguna secuencia onírica
y en cierto pulso esotérico-chamanista. Y es que el recurso narrativo principal
de esta película es precisamente el conflicto entre el universo mágico
espiritual de los indígenas sudamericanos y el sentido práctico capitalista de
la ciudadanía “civilizada”, encarnada en los negocios con droga de miembros de
la tribu Wayuu y sus tratos con los “Alijuna”, nombre que los indígenas dan a
los colonizados. Los Wayuu descubren a finales de los 60 los enormes beneficios
que puede dar la venta y tráfico internacional de maría (inicialmente para los
hippies misioneros “gringos”), pero mientras los principales tratantes y capos
se enriquecen a marchas forzadas todas las creencias ancestrales y la cultura
de paz indígenas van destruyéndose poco a poco a medida que la delincuencia, la
destrucción y en definitiva la muerte van adueñándose de sus vidas trazando
finas grietas sobre el ya de pos si tambaleante equilibrio entre el bien y el
mal.
La película atesora un tono antropológico que logra
sobresalir con brillantez dentro del enfoque general de fábula y que de alguna
manera explica el nacimiento y desarrollo de todo el imperio que se levantó en
Colombia con el tráfico de dogas (y sin olvidar que buena parte de la película
es en idioma indígena). Pero sería injusto omitir que esta es, por encima de
todo, una historia de personajes y son ellos los que llegan a conmover al
espectador. Rapayet (José Acosta), el personaje central, encarna el ascenso y
conversión del aborigen inmaculado en un señor del crimen por el poder
corruptor del dinero, mientras que su suegra Úrsula (Carmiña Martinez) es un
poder matriarcal de misticismo indígena que pese a sus principios termina sucumbiendo
a la vorágine sin darse cuenta. La puesta en escena plástica, manierista y a
veces irreal enaltece en tono general de la película, una buena experiencia para
todos los amantes del cine y de las historias más que sólidas.
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