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La tripleta formada por Aitor Arregi, Jon Garañano y
Jose Mari Goenaga se está consolidando como una de las mejores fuerzas creativas
del cine español actual. Por primera vez en “formato trio” después de
experiencias en dupla (Garañano y Goenaga en 80 Egunetan (2010) y Loreak (2014)
y Garañano y Arregi en Handia (2017)
además de algún corto firmado por dos de los tres) los realizadores guipuzcoanos
demuestran ser unos cineastas hábiles, con recursos y capaces de imbuir
discurso autoral a cualquier historia a la que se aproximan siempre manejando
el drama magistralmente y con preferencia por los recursos poéticos y
metaliterarios. Algo realmente curioso proviniendo además de un grupo de
cineastas forjados en el cine de animación familiar cuyos códigos a priori
resultan tan lejanos a los de sus últimos filmes. El caso es que La Trinchera Infinita, el primer filme
rodado y ambientado fuera de Euskadi para los tres, es una de las mejores películas
hispanas del año (puede que la mejor) por méritos propios: una historia de
inspiración histórica real que resulta apasionante y emotiva pese a su relativa
crudeza, unos trabajos interpretativos magistrales, una ambientación a lo largo
del tiempo excepcional y verista, un perfecto manejo de la puesta en escena en
un filme en donde el espacio cerrado- el verdadero protagonista de la historia-
resulta dramáticamente más que convincente y una guión espectacularmente trabado
en donde el costumbrismo y la épica sentimental se dan la mano para ofrecer una
historia con mayúsculas pero contada eso si con una total sencillez
La historia de los topos en los condenados o represaliados
escondidos en la España franquista (llamados topos) era un tema que prácticamente
no se había tocado en la ficción española pese a su indudable interés dramático:
personas que durante años y años vivieron ocultos muchas veces escondidos por
sus familias y que trataban de sobrevivir así a duras penas. En el sur de la
península, donde se enmarca esta película, fueron muy habituales y esta película
les rinde un merecido homenaje a la altura de su épica y realmente angustiosa existencia.
Higinio (Antonio de la Torre), un militante izquierdista con cusas en su haber
y perseguido por el ejército nacional y las fuerzas del orden es escondido por
su mujer Rosa (Belén Cuesta) primero de manera precaria en la primera casa de
ambos y después algo más pulcramente en una nueva vivienda en un pueblo vecino,
siempre escondido de los demás y sin que nadie sepa su existencia ya que se le
da por desaparecido, y así desde 1936 hasta finales de los 60. El sufrimiento claustrofóbico
de pesadillesco de Higinio es lo que vertebra el dramatismo infinito de esta película
en donde la angustia del protagonista, literalmente emparedado, se nos
transmite con total credibilidad y sin miramientos, gracias a la excelente
interpretación de de la Torre, cada vez mas grande actor. Y es que el guión de
Jose Mari Goenaga y de ese gran libretista que es Luiso Berdejo es oro líquido.
Una Andalucía rural franquista que funciona como metáfora de una España dividida
y cainita se nos muestra como un escenario tan falsamente entrañable como
inquietante y opresivo y allí se mueven
los personajes que circulan alrededor de Higinio, que ve su vida como un mero
ejercicio de supervivencia lleno de sinsabores pero con la esperanza como
instinto de supervivencia. Son muchos los mensajes que transmite este filme, un
nuevo acierto de unos cineastas en estado de gracia.
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