domingo, septiembre 23, 2012

ESTATUAS (y II) Relato de ficción



 
Llegaron al pedestal de la estatua. La penumbra envolvió las dos jóvenes figuras acurrucadas en la parte trasera de la estatua, abrazadas. La musa les daba la espalda, su brazo izquierdo flexionado sobre el hombre y el derecho ligeramente extendido. Solo hicieron falta unos escasos segundos para que la pareja de jóvenes se uniera en un intenso beso. Ellos no fueron capaces de calcular el tiempo que transcurrió con sus labios unidos, ni tampoco fueron conscientes que fuera de su beso existiese algo más que ellos mismos, todo era una oscuridad de ojos cerrados en una acción que podía transcurrir en cualquier lugar, siendo incapaces ni si quiera de recordar que se  encontraban sentados sobre el césped de un parque. De repente, aquel bendito paraíso fuera del espacio y del tiempo se vio interrumpido por el ruido de unos pasos o de algo que se movía a unos metros. Desde la oscuridad solo atenuada por la luz de la luna ambos trataron de ver si había alguien cerca, pero no atisbaron nada. Era evidente que quien fuese podía haberse escondido entre los árboles. Concluyeron que no estaban solos.

Entre sigilosa y velozmente se dirigieron hasta la plataforma coronada en una plazoleta en donde se encontraba la estatua del dios griego. Allí podían pasar más desapercibidos a los ojos de los curiosos y mirones, era aun sitio mucho más oscuro y discreto que aquella porción del jardín en donde se erguía la estatua femenina. Se sentaron en el banco junto al pedestal de la escultura, no sin antes haber escrutado los alrededores por sí alguien andaba por allí merodeando. La fría noche otoñal requería de un acercamiento corporal para poder aguantar los leves rigores de la estación al aire libre y ambos así lo entendieron de nuevo con sus labios fusionados. La pasión, que iba en aumento, acarreó un más intenso roce corporal y de allí a un leve desprendimiento de prendas de vestir, lo justo para propiciar el más íntimo contacto entre un hombre y una mujer y también lo estrictamente necesario para no tener que aguantar las inclemencias del frío. De nuevo el tiempo se detuvo entre el muchacho y la chica, esta vez entregados el uno en el otro, casi un ser único gimiendo a la sombra de la estatua.

En esa ocasión, tampoco supieron cuanto tiempo pasó desde el principio hasta el final, pero aquello les pareció que fue muy rápido, como suele ocurrir algunas veces y otras no tanto. No dieron importancia, no obstante, a que en el transcurso de su cometido sexual algo parecía moverse a sus espaldas y que en un momento dado se podía oír bastante nítidamente los pasos de al menos dos personas. Nada importaba ya en aquel instante. Pero después de aquello la preocupación, antes aletargada en un reino de placer, surgió de manera cruda y rotunda en los jóvenes amantes. Alguien había estado cerca de allí y tal vez les hubiese visto. Transcurrió más de un minuto -en el cual conversaron afectados e inquietos sobre la incómoda situación ambos sentados en el banco de piedra y solo mirándose recíprocamente - hasta que advirtieron aterrados que la estatua de aquel personaje masculino de regusto grecolatino ya no estaba en su lugar. No se había derrumbado como pudieron comprobar (algo que era improbable puesto que no oyeron ningún sonido seco y fuerte de piedra caída en aquel interludio) ya que la estatua no se encontraba en el suelo bajo aquel pequeño balcón de la plazoleta, ni tampoco se encontraba en ninguna parte. Parecía como si se hubiese marchado de su pedestal de motu propio. Ambos pensaron si ese extraño acontecimiento tendría que ver con los ruidos de pasos que oyeron antes, pero no, era demasiado descabellado. Era de locos pensar que una estatua había cobrado vida.

La estatua de la mujer tampoco estaba en su lugar, con el pedestal erguido solitario. Pero cuando lo inexplicable hace acto de presencia, enseguida surgen las explicaciones racionales: alguien había robado las dos estatuas y de allí los ruidos que se habían oído antes, seguramente de algunos ladrones que esperaban que la pareja estuviese distraída para llevar a cabo su fechoría. Pero, ¿Quién iba a querer robar unas estatuas viejas y desgastadas que habían estado allí toda la vida? Pensó ella; ¿y como era posible que las hubiesen extraído y transportado tan rápida y fácilmente? Pensó él. Otra vez surgió la duda y esta vez con un terrorífico halo de sobrenaturalidad. Las preguntas sin respuesta dejaron a los jóvenes tan pétreos y paralizados como aquellas esculturas. El viento de otoño soplaba con más fuerza en aquel momento de la noche, y con la mirada perdida ambos contemplaban las ramas de un cedro moverse mientras el viento ululaba. Una ventisca mayor apartó las ramas de unos arbustos cercanos mostrando una insólita escena que tenía lugar a algunos metros de donde se encontraban él y ella. Al fondo, muy al fondo, se podía ver a las dos estatuas abrazadas junto a un árbol, la piel de piedra de ambos iluminada por la luna llena. Hermes y Erato parecían amarse. Las dos estatuas perecían estar vivas.

Sentados en el césped, aterrados, los amantes de carne y hueso contemplaban la escena, atónitos. No eran capaces de moverse ni de articular palabra. Desde su alejada posición, vieron como las dos estatuas, aún abrazadas, les estaban mirando, con sus cabezas giradas hacia ellos. De nuevo el viento sopló fuertemente y las ramas de los arbustos taparon la escena; cuando otra racha sopló a continuación ya no había rastro de las estatuas en el lugar bajo el árbol donde antes se encontraban. Los amantes humanos estaban paralizados, presa del terror. A sus espaldas, escucharon unos fuertes pasos que se acercaban. Miraron hacia atrás y en la oscuridad vieron a las dos estatuas caminando hacia ellos, deteniéndose a unos metros. A medida que se alejaban de la luz de la luna  solo se percibían sus siluetas. Llegó un momento en que no se sabía si estaban allí o no, pero al cabo de unos segundos se oyó una voz masculina profunda.
- Nos ayudareis a no morir. Nuestro fin estaba ya cerca. Solo había que esperar que el amor se instalase otra vez entre nosotros dos, que nos uniesen por fin
Una dulce voz femenina intervino
- Nuestro destino era estar juntos, pero desde hace años nos hicieron estar en lugares diferentes, separados. Nos fabricaron sin que los hombres supieseis que íbamos a estar vivos. La piedra de la que estamos hechos no es como la que conocéis. Nacimos de piedra de luna que cayó a la tierra, pero el paso del tiempo la hizo terrestre.
- Allí arriba, las estrellas fugaces se buscan, se desean, se anhelan y a veces se encuentran. En el cosmos está el amor, y fuimos un día fugaces que colisionaron enviando su fuerza contra la luna y de allí se desprendió una roca que llegó en llamas hasta la tierra. Por suerte, nos hicieron unos cuerpos que a la fuerza debían ser inertes…pero perecederos. El fabricante de nuestros cuerpos intuyó lo que éramos y por eso nos hizo así, pero no quiso que estuviésemos juntos. Si lo hubiésemos estado, no estaríamos corroyéndonos ni llenándonos de putrefacción, esperando una muerte segura.    

A medida que hablaban, una luz parecía envolver las figuras de las estatuas, que se podían apreciar claramente. Sus labios de piedra se movían y sus brazos y piernas iban modificando su posición de manera lenta y pausada. La pareja de jóvenes se había puesto en pie casi inconscientemente, como movida por una orden extraña. Las estatuas caminaban hacia ellos, la mujer de piedra hacia la mujer de carne y hueso, el hombre de piedra hacia el  hombre de carne y hueso.  Los dos seres humanos notaron un frío indescriptible atravesando sus cuerpos de arriba abajo y a continuación una sensación de que su piel se congelaba. Las estatuas, pese a caminar lentamente  parecía que se aproximaban a toda velocidad hacia ellos y en un instante cuya duración resultaría imposible de describir tenían ya cada uno de ellos los rostros de piedra frente a ellos mirándoles fijamente con sus ojos sin pupila. Notaban que estaban atrapados en una especie de funda durísima ajustada a su cuerpo que les impedía moverse. Los ojos sin pupila colisionaron literalmente con los ojos humanos y los amantes de carne y hueso notaron como los cuerpos de las estatuas penetraron en los suyos. Pero no sintieron dolor alguno, sino una sensación de infinito bienestar. Lo último que vieron fueron dos estrellas fugaces, cada una volando en trayectos opuestos que se chocaban junto a una luna enorme y cercana.


Una mañana de otoño aquellas dos estatuas del parque amanecieron diferentes. Ya no tenían ni verdín, ni suciedad, ni manchas verdosas o amarillentas y todas las partes de la piedra desgastadas y corroídas se habían restituido y lucían lustrosas. Los dos dedos de la mano derecha de Hermes habían vuelto a aparecer y su rostro y el de la musa Erato ya no eran estaban tan amorfos ni desgastados- incluso podría decirse que parecían más alegres y radiantes- lo mismo que las túnicas de ambos, que volvían a lucir sus cincelazos pliegues. Las dos estatuas parecían otra vez recién esculpidas y nadie se explicaba aquella mañana que es lo que había ocurrido, puesto que los responsables municipales negaban que las hubiesen cambiado.  Se daba la casualidad de la noche anterior había desaparecido una pareja de jóvenes, de 25 años él y 23 ella. Se les había visto por última vez entrando en el parque a las dos de la madrugada.

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