Llegaron al pedestal de la estatua. La
penumbra envolvió las dos jóvenes figuras acurrucadas en la parte trasera de la
estatua, abrazadas. La musa les daba la espalda, su brazo izquierdo flexionado
sobre el hombre y el derecho ligeramente extendido. Solo hicieron falta unos
escasos segundos para que la pareja de jóvenes se uniera en un intenso beso.
Ellos no fueron capaces de calcular el tiempo que transcurrió con sus labios
unidos, ni tampoco fueron conscientes que fuera de su beso existiese algo más
que ellos mismos, todo era una oscuridad de ojos cerrados en una acción que
podía transcurrir en cualquier lugar, siendo incapaces ni si quiera de recordar
que se encontraban sentados sobre el
césped de un parque. De repente, aquel bendito paraíso fuera del espacio y del
tiempo se vio interrumpido por el ruido de unos pasos o de algo que se movía a
unos metros. Desde la oscuridad solo atenuada por la luz de la luna ambos
trataron de ver si había alguien cerca, pero no atisbaron nada. Era evidente que
quien fuese podía haberse escondido entre los árboles. Concluyeron que no
estaban solos.
Entre sigilosa y velozmente se
dirigieron hasta la plataforma coronada en una plazoleta en donde se encontraba
la estatua del dios griego. Allí podían pasar más desapercibidos a los ojos de
los curiosos y mirones, era aun sitio mucho más oscuro y discreto que aquella
porción del jardín en donde se erguía la estatua femenina. Se sentaron en el
banco junto al pedestal de la escultura, no sin antes haber escrutado los alrededores
por sí alguien andaba por allí merodeando. La fría noche otoñal requería de un
acercamiento corporal para poder aguantar los leves rigores de la estación al
aire libre y ambos así lo entendieron de nuevo con sus labios fusionados. La
pasión, que iba en aumento, acarreó un más intenso roce corporal y de allí a un
leve desprendimiento de prendas de vestir, lo justo para propiciar el más
íntimo contacto entre un hombre y una mujer y también lo estrictamente
necesario para no tener que aguantar las inclemencias del frío. De nuevo el
tiempo se detuvo entre el muchacho y la chica, esta vez entregados el uno en el
otro, casi un ser único gimiendo a la sombra de la estatua.
En esa ocasión, tampoco supieron
cuanto tiempo pasó desde el principio hasta el final, pero aquello les pareció
que fue muy rápido, como suele ocurrir algunas veces y otras no tanto. No
dieron importancia, no obstante, a que en el transcurso de su cometido sexual
algo parecía moverse a sus espaldas y que en un momento dado se podía oír
bastante nítidamente los pasos de al menos dos personas. Nada importaba ya en
aquel instante. Pero después de aquello la preocupación, antes aletargada en un
reino de placer, surgió de manera cruda y rotunda en los jóvenes amantes.
Alguien había estado cerca de allí y tal vez les hubiese visto. Transcurrió más
de un minuto -en el cual conversaron afectados e inquietos sobre la incómoda
situación ambos sentados en el banco de piedra y solo mirándose recíprocamente
- hasta que advirtieron aterrados que la estatua de aquel personaje masculino
de regusto grecolatino ya no estaba en su lugar. No se había derrumbado como
pudieron comprobar (algo que era improbable puesto que no oyeron ningún sonido
seco y fuerte de piedra caída en aquel interludio) ya que la estatua no se
encontraba en el suelo bajo aquel pequeño balcón de la plazoleta, ni tampoco se
encontraba en ninguna parte. Parecía como si se hubiese marchado de su pedestal
de motu propio. Ambos pensaron si ese extraño acontecimiento tendría que ver
con los ruidos de pasos que oyeron antes, pero no, era demasiado descabellado.
Era de locos pensar que una estatua había cobrado vida.
La estatua de la mujer tampoco
estaba en su lugar, con el pedestal erguido solitario. Pero cuando lo
inexplicable hace acto de presencia, enseguida surgen las explicaciones
racionales: alguien había robado las dos estatuas y de allí los ruidos que se
habían oído antes, seguramente de algunos ladrones que esperaban que la pareja
estuviese distraída para llevar a cabo su fechoría. Pero, ¿Quién iba a querer
robar unas estatuas viejas y desgastadas que habían estado allí toda la vida?
Pensó ella; ¿y como era posible que las hubiesen extraído y transportado tan
rápida y fácilmente? Pensó él. Otra vez surgió la duda y esta vez con un terrorífico
halo de sobrenaturalidad. Las preguntas sin respuesta dejaron a los jóvenes tan
pétreos y paralizados como aquellas esculturas. El viento de otoño soplaba con
más fuerza en aquel momento de la noche, y con la mirada perdida ambos
contemplaban las ramas de un cedro moverse mientras el viento ululaba. Una
ventisca mayor apartó las ramas de unos arbustos cercanos mostrando una
insólita escena que tenía lugar a algunos metros de donde se encontraban él y
ella. Al fondo, muy al fondo, se podía ver a las dos estatuas abrazadas junto a
un árbol, la piel de piedra de ambos iluminada por la luna llena. Hermes y
Erato parecían amarse. Las dos estatuas perecían estar vivas.
Sentados en el césped, aterrados,
los amantes de carne y hueso contemplaban la escena, atónitos. No eran capaces
de moverse ni de articular palabra. Desde su alejada posición, vieron como las
dos estatuas, aún abrazadas, les estaban mirando, con sus cabezas giradas hacia
ellos. De nuevo el viento sopló fuertemente y las ramas de los arbustos taparon
la escena; cuando otra racha sopló a continuación ya no había rastro de las
estatuas en el lugar bajo el árbol donde antes se encontraban. Los amantes
humanos estaban paralizados, presa del terror. A sus espaldas, escucharon unos
fuertes pasos que se acercaban. Miraron hacia atrás y en la oscuridad vieron a
las dos estatuas caminando hacia ellos, deteniéndose a unos metros. A medida
que se alejaban de la luz de la luna
solo se percibían sus siluetas. Llegó un momento en que no se sabía si
estaban allí o no, pero al cabo de unos segundos se oyó una voz masculina
profunda.
- Nos ayudareis a no morir. Nuestro
fin estaba ya cerca. Solo había que esperar que el amor se instalase otra vez
entre nosotros dos, que nos uniesen por fin
Una dulce voz femenina intervino
- Nuestro destino era estar juntos,
pero desde hace años nos hicieron estar en lugares diferentes, separados. Nos
fabricaron sin que los hombres supieseis que íbamos a estar vivos. La piedra de
la que estamos hechos no es como la que conocéis. Nacimos de piedra de luna que
cayó a la tierra, pero el paso del tiempo la hizo terrestre.
- Allí arriba, las estrellas fugaces
se buscan, se desean, se anhelan y a veces se encuentran. En el cosmos está el
amor, y fuimos un día fugaces que colisionaron enviando su fuerza contra la
luna y de allí se desprendió una roca que llegó en llamas hasta la tierra. Por
suerte, nos hicieron unos cuerpos que a la fuerza debían ser inertes…pero
perecederos. El fabricante de nuestros cuerpos intuyó lo que éramos y por eso
nos hizo así, pero no quiso que estuviésemos juntos. Si lo hubiésemos estado, no
estaríamos corroyéndonos ni llenándonos de putrefacción, esperando una muerte
segura.
A medida que hablaban, una luz
parecía envolver las figuras de las estatuas, que se podían apreciar
claramente. Sus labios de piedra se movían y sus brazos y piernas iban
modificando su posición de manera lenta y pausada. La pareja de jóvenes se
había puesto en pie casi inconscientemente, como movida por una orden extraña.
Las estatuas caminaban hacia ellos, la mujer de piedra hacia la mujer de carne
y hueso, el hombre de piedra hacia el
hombre de carne y hueso. Los dos
seres humanos notaron un frío indescriptible atravesando sus cuerpos de arriba
abajo y a continuación una sensación de que su piel se congelaba. Las estatuas,
pese a caminar lentamente parecía que se
aproximaban a toda velocidad hacia ellos y en un instante cuya duración
resultaría imposible de describir tenían ya cada uno de ellos los rostros de
piedra frente a ellos mirándoles fijamente con sus ojos sin pupila. Notaban que
estaban atrapados en una especie de funda durísima ajustada a su cuerpo que les
impedía moverse. Los ojos sin pupila colisionaron literalmente con los ojos
humanos y los amantes de carne y hueso notaron como los cuerpos de las estatuas
penetraron en los suyos. Pero no sintieron dolor alguno, sino una sensación de
infinito bienestar. Lo último que vieron fueron dos estrellas fugaces, cada una
volando en trayectos opuestos que se chocaban junto a una luna enorme y
cercana.
Una mañana de otoño aquellas dos
estatuas del parque amanecieron diferentes. Ya no tenían ni verdín, ni
suciedad, ni manchas verdosas o amarillentas y todas las partes de la piedra
desgastadas y corroídas se habían restituido y lucían lustrosas. Los dos dedos
de la mano derecha de Hermes habían vuelto a aparecer y su rostro y el de la
musa Erato ya no eran estaban tan amorfos ni desgastados- incluso podría
decirse que parecían más alegres y radiantes- lo mismo que las túnicas de ambos,
que volvían a lucir sus cincelazos pliegues. Las dos estatuas parecían otra vez
recién esculpidas y nadie se explicaba aquella mañana que es lo que había
ocurrido, puesto que los responsables municipales negaban que las hubiesen
cambiado. Se daba la casualidad de la
noche anterior había desaparecido una pareja de jóvenes, de 25 años él y 23
ella. Se les había visto por última vez entrando en el parque a las dos de la
madrugada.
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