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Tenían
que ser directores mitómanos y tendentes al metacine (además de sobradamente
talentosos, por supuesto) como Quentin
Tarantino los que de algún modo mantuviesen el western como un género capaz de
seguir proporcionando obras maestras del séptimo arte aún y cuando las
apariciones en la pantalla de dicho género sean más que esporádicas en los últimos
tiempos. Y es que tras haber firmado su obra maestra con otro western, Django Unchained (2012), Tarantino vuelve
a sorprender con un filme sólido y degustable que demuestra la maestría del
director de Knoxville en el arte de
contar historias y su sólida cultura cinematográfica además de hacer un display
una vez más de sus innatas habilidades como realizador. Si en Django Tarantino hacia una revisión del Spaghetti Western de Segio
Leone con elementos del cine blaxploitation, en esta ocasión se toma como
referencia más que evidente a Sam Peckinpah, otro de los más notables maestros
de Quentin, y cierto tono de thriller y drama-comedia de personajes en un filme
en donde la violencia tarantiniana adquiere tintes cuasi pariodico-manieristas
y un tono que pese al principio del filme parece más contenido por no decir
ausente termina estallando de una manera tan curiosa como insólita. En
realidad, parece que la violencia más notable reside en los diálogos de unos
personajes pendencieros, desagradables, antiheróicos, equívocos y llenos de
matices que se escapan oportunamente de los tópicos de los personajes
tradicionales del western. El buen plantel actoral reunido para la ocasión se
compenetra a las mil maravillas en una puesta en escena insólitamente
focalizada y teatral que requiere la atención y la entrega del espectador.
Los
ocho odiosos del título son un peculiar grupo salvaje (los ocho titulares y
otros de los personajes, sin que el espectador sepa a ciencia cierta cuales son
exactamente los ocho hasta que ve el cartel de la película) de
cazarrecompensas, convictos capturados y sentenciados a muerte, hombres de ley
(teóricamente), forajidos, pistoleros errantes y hasta un viejo militar
retirado en unos EEUU con la guerra de secesión recién terminada y aún
supurando unas heridas mal curadas causadas por la misma. Unos personajes con
principios harto peculiares y cada uno con su particular código de justicia con
resonancias poco o nada éticas: una parábola nada edificante y muy crítica
sobre la herencia ideológica y moral que dejó la esclavitud y la guerra civil
americana. El mayor Marquis Martin, el exmilitar afroamericano reconvertido en
cazador de recompensas que interpreta Samuel L. Jackson actúa como catalizador
de una trama estructurada en diversos capítulos y en realidad dividida en dos
grandes actos: uno que transcurre en una diligencia (claro homenaje a John Ford)
liderada por otro cazarrecompensas de dudosa moralidad John Ruth (Kurt Russell)
que se dispone a entregar a la peligrosa asesina Daisy Domenergue (Jennifer
Jason Leigh) a la horca, y el otro desarrollado en una posada en donde sus
ocupantes tratan de resguardarse de una cruda nevada. Lo que parecía al
principio un western crepuscular tradicional poco a poco se va convirtiendo en un
thriller de personajes como resonancias detectivescas a lo Agatha Christie y
termina con una explosión de pasión, violencia y un curioso mensaje a la
historia y la cultura americana. Toda una galería de personajes inolvidables y
situaciones muy logradas gracias al soberbio manejo del director de la anécdota
y la parodia-homenaje aunque aquí adquiera unos tintes autorreferentes muy
peculiares. Bruce Dern, Demian Bichir, Michael Madsen, Tim Roth, Walton Goggins
James Parks o Channig Tatum- en su mayoría
actores que han trabajado antes con Tarantino- componen un bestiario humano sin
desperdicio con unas excelentes interpretaciones. Una vez más, Quentin se cubre
de gloria y demuestra que es, sencillamente, un director sin límite.
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