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El
cine cubano estrenado en España desde los años 90 casi siempre ha tenido cierto
carácter sociológico sobre la realidad de la isla caribeña en cada momento de
los últimos años, algo que ha suscitado el interés siempre de muchos
espectadores, algunos más dispuestos a encontrar valores y reafirmaciones
ideológicas más que virtudes cinematográficas y otros ansiosos de encontrarse
con turísticos clichés tamizados con el inevitable componente político social
que para bien o para mal condiciona la producción artística de Cuba. Pasados ya
en nuestro país los años de la cubamanía noventera que convirtió en éxitos de
taquilla filmes tan poco comerciales (pero excelentes) como Fresa y Chocolate la incierta situación
del país caribeño se quiera o no se ha convertido en un aliciente para
comprobar como el oficioso género del cine
realista cubano toca todos los cambios acaecidos en los últimos años en el
país. Películas como esta Últimos Días en
la Habana
sin embargo no deben ser contempladas solo desde el punto de vista del cine
digamos testimonial sino que deben ser alagadas por sus virtudes
cinematográficas y narrativas que en este caso son bastantes. Un interesante y
revelador fresco de la realidad de muchos cubanos a día de hoy presentado con
una inteligente mezcla de drama y comedia con bastantes elementos-
especialmente en los compases finales del filme- que se presentan novedosos y
un tanto arriesgados en la coyuntura sociopolítica de la isla, todo ello
realzado con una puesta en escena que combina a la perfección lo teatral con lo
semidocuemental con un tono sobrio y naturalista.
Dos
amigos de personalidades antagónicos son los protagonistas de la cinta dirigida
con clase por Fernando Pérez: Miguel (Patricio Word) un hombre cercano a los 50
años sin oficio cuya obsesión es marcharse de La Habana e ir a vivir a Nueva
Cork pasando el tiempo aprendiendo inglés por su cuenta y cuidando de su amigo
Diego (Jorge Martínez) homosexual enfermo de SIDA cuyos días están contados
pero que quiere vivir con felicidad y vitalidad su ocaso frente a la
taciturnidad de Miguel, un hombre que parece carcomido por secretos de todo
tipo. Sin que haya una historia narrativa dinámica y clara y en donde solo en
la segunda mitad de la película con la aparición de personajes como la sobrina
de Diego (Gabriela Ramos) -fiel reflejo de la percepción de la juventud cubana
hoy día – la historia da ciertos giros y avances que la hacen reveladora,
Últimos Días en la Habana
se muestra como una película eficaz, solvente y emotiva que cumple a la
perfección su función, que no es otra que presentarnos (con las matizaciones de
autocensura que la situación política del país se supone que condiciona) el
cacao en el que muchos cubanos viven a día de hoy, dubitativos y ambiguos (y un
tanto desencantados) ante los principios de la revolución pero dispuestos a
encarar su futuro con optimismo aunque este sea afrontado de múltiples y
algunas un tanto inútiles maneras: desde adoptar usos y clichés capitalistas
(aparición de tribus urbanas, gusto por la música rock, celebración de fiestas
no hasta hace mucho prohibidas como la navidad o la repentina afición por un
deporte casi desconocido en la isla como es el fútbol, con la gente luciendo
camisetas del Real Madrid, el Barça o el United y discutiendo sobre balompié )
o soñar con un futuro de huída a otro país que puede que no reporte lo
esperado. El personaje de Diego, reflejo de la consecuencia de afrontar los
tabúes dentro de una sociedad con demasiadas prohibiciones y prejuicios y de la
que él es victima aunque apenas sienta remordimientos, se antoja fundamental
presidiendo un triángulo maldito y contradictorio con su sobrina y con Jorge.
Película honesta de esas que deban verse para ampliar miras.
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