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El cine español se va sacudiendo prejuicios gracias a
directores tanto hábiles, dotados e inteligentes como arriesgados. Y es que el
cine patrio además de ser capaz de ofrecer en algunas ocasiones productos de
gran calidad también ha superado el complejo de inferioridad pertinaz que tenía
ante el cine de género, algo que no es en absoluto nuevo pero con la
consecución de filmes como este, que puede ser calificado sin exagerar como la
mejor película española de terror de la historia al menos hasta el momento, se
puede confirmar que en materia de horror, thriller, fantasía, etc. el cine
español puede competir internacionalmente. Paco Plaza, que en los 2000 formó un
interesante tandem como realizador junto con Jaume Balagueró aunque con títulos
desiguales en los géneros fantástico y terrorífico principalmente por la
precariedad de medios, se consagra como un gran director con una película de
terror psicológico y paranormal en estado puro con un muy logrado sustrato de
crónica de maduración adolescente femenina y de retrato sociológico de una
época, como era el principio de lo 90 en España, un periodo en el que el país
trataba de abrazar por fin la modernidad como país (JJOO de Barcelona de 1992)
pero que aún tenía lastres importantes. Todos esos propósitos se han cumplido
perfectamente y Plaza puede estar más que satisfecho con una película que
además logra lo que aspira todo buen relato de terror: crear el miedo en el
espectador durante casi todo el transcurso del mismo utilizando recursos
imprevisibles y trabajados huyendo de cualquier tentación por el miedo visual o
el susto fácil.
Uno de los principales atractivos de esta película es
el hecho de estar basada en uno de los escasos casos paranormales registrados
por la policía en España y uno de los más estudiados por expertos en ocultismo
en la península: el llamado caso Vallecas, acaecido en el barrio madrileño a
principios de los 90 y del que hay aún múltiples e inquietantes interrogantes.
No obstante esta es una adaptación muy libre en donde además de cambiar ligeramente los años y la
temporalidad de los sucesos (la acción
de la película se desarrolla durante tres días de 1991), se cambian nombres y
circunstancias de los personajes y también situaciones hasta el punto de que prácticamente esta es
una historia original. Y es precisamente en su afán de contar una historia más
o menos creada -aunque basada en
crónicas reales- en donde la película triunfa narrativamente en el siempre
difícil género del relato de terror, con la consecución de una atmósfera que
combina magistralmente lo cotidiano y costumbrista (con una estupenda
recreación de el barrio de Vallecas en los 90 con ese sempiterno trasfondo
obrero y popular) con el terror psicológico en su vertiente más metafísica,
intangible y de pesadilla, siempre visto desde los ojos de su protagonista, la
adolescente de 15 años Verónica. La debutante Sandra Escacena se adueña de la
película y consigue trasmitir al espectador esa explosiva mezcla de fragilidad,
duda, atrevimiento, curiosidad y aspiración a la madurez que es su personaje,
una jovencita que con una madre ausente casi todo el tiempo y con un padre
fallecido tiene la responsabilidad de cuidar a sus tres hermanos pequeños. Una
situación en la adolescencia muy difícil
que será en telón de fondo en el cual Verónica entre en una terrorífica
situación provocada por pavorosos fenómenos sobrenaturales.
Mediante una tabla de ouija, Vero y dos amigas de su
colegio de monjas tratan de contactar con las almas de personas allegadas
fallecidas, entre ellas el padre de la protagonista, pero la coincidencia de la
sesión con un eclipse solar parece haber abierto la puerta a algo inesperado.
Durante los días siguientes, Verónica y
sus hermanos serán testigos de diversos acontecimientos que se van tornando
cada vez más malignos e inquietantes. A partir de ese momento entran en juego
diversos recursos del terror psicológico como la omisión de imágenes o de
secuencias, la sugestión, la incursión de imágenes en momento determinado, la
confusión entre realidad e imaginación y sueños y así hasta una lista
interminable de ítems que el director y
guionista sabe manejar con maestría y con recursos tan originales como la
utilización de la cultura pop noventera (buscando un inesperado lado tenebroso
a lo más banal en algún momento dado) o algún homenaje-trampantojo, como el que
se hace a el filme Quien puede matar a un
niño de Chicho Ibáñez Serrador, un clásico del terror español. Se perciben
influencias de Clive Barker, Poltergeist,
El Exorcista, el cómic Sandman de Neil Gaiman o La
Semilla del Diablo.
La película aterroriza, espanta e inquieta en momentos concretos, saca juego a
un paralelismo terrorífico con la menstruación, y consigue perturbar cuando
juega con la inocencia de los niños pequeños. Su crescendo terrorífico-
instantes finales soberbios- está realmente conseguido y el reparto central está soberbio: a parte
de la estupenda actuación de Escacena, Ana Torrent está perfectamente creíble
como la madre despreocupada pero sufrida y los niños Bruna González, Claudia
Placer e Iván Chavero se comen la película en difíciles escenas. Como únicos
pero a Verónica se puede decir que el
guión peca a veces de demasiado previsible. Por lo demás, una película que
definitivamente encumbra al género terrorífico del cine español, vertiente que
esperemos que siga dando buenos momentos ya que con un director como Paco Plaza
se pueden esperar muchas maravillas.
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