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¿Cine
asiático europeizado? ¿Un drama japonés de gusto totalmente occidental? (aunque
en absoluto nada comercial)? Puede, pero ese más que notable estilismo de drama
europeo (francés o alemán, concretamente) no resta un ápice de la presencia y
el peso específico en la película de la peculiar idiosincrasia artística y
narrativa oriental así como de su filosofía vital, además de cumplir también un
papel fundamental la cultura nipona, en este caso la culinaria, en un original
melodrama intimista que con hechuras poéticas trata de aunar un ajuste de
cuentas hacia injusticias del pasado de la historia social japonesa con un
canto a la vida a través de el retrato intergeneracional de tres personajes
cuyos destinos se funden por una meta y objetivo común. Muy bien dirigida por
Naomi Kawase, esta coproducción entre Japón, Alemania y Francia como ya dijimos
bebe del cine europeo más intimista y gustará al público amante de los dramas
humanos con su poso filosófico-poético bien templado aunque a veces algo
excesivo y forzado.
La pastelería de Tokio a la que hace referencia el
título es un pequeño establecimiento de venta rápida (el concepto de pastelería
es diferente al occidental) propiedad de Sentaro (Masatoshi Nagase), un hombre
taciturno del que a la largo de la mayor parte de la película apenas sabemos
nada y que tras algunas reticencias accede a contratar a una afable anciana
llamada Tokue (Kirin Kiki) como fabricante de dorayakis (pasteles de judía
dulce) algo en lo que es una consumada maestra. Los excelentes dorayakis de
Tokue pronto cogen fama y la clientela crece, al tiempo que el carácter de
Sentaro se va haciendo más aperturista por el influjo de la viejecita, una
mujer que ama ante todo las cosas bellas de la vida llegando a contagiar a su
jefe y a la adolescente Wanaka (Kyara Uchida) una muchacha cliente habitual que
termina trabajando para la pastelería en parte gracias al encanto de Tokue,
plasmado en la suculencia de sus
pasteles elaborados con sumo mimo y cuidado. Los tres personajes establecen una
curiosa e invisible alianza sin saber que comparten situaciones más bien
angustiosas, pero la revelación sobre el verdadero estado de salud de Tokue y
la posibilidad de que esto influya en sus dorayakis puede hacer que todo se
vaya al garete. A base de imágenes sugerentes y utilizando la mayor parte de
las veces la metáfora de la “transformación” de judías en pasteles la película
nos dice que la vida pese a todo merece la pena vivirla. Un canto a la
esperanza que puede que algunas veces no esté muy atinado y que se pierda en
medio de los abundantes soliloquios del personaje de Tokue que salpican toda la
película, pero el buen acabado del filme y su compromiso con presentar una
historia coherente además de cautivadora y con mensaje de reproche a ciertas
injusticias y prejuicios sociales, terminan por hacer a esta Una Pastelería en Tokio un filme más que
interesante.