*** y 1/2
Resulta muy curioso el afán experimentador de esta coproducción hispanofrancesa dirigida por un realizador tan peculiar y datado como Jaime Rosales (La Soledad, Petra, Girasoles Silvestres) y rodada íntegramente en Francia (en Bretaña y en París) en el idioma galo. Además de constatar el carácter transnacional del buen cine - para muchas historias no hay fronteras espaciales ni culturales ni tampoco para la manera de contarlas- este filme recupera el tono vanguardista que imperó en mucha de la producción europea de la segunda mitad del siglo XX en una curiosa operación de aplicar algunos preceptos de los ya vetustos Free Cinema o la Nouvelle Vague a una película de los 2020, logrando un atractivo efecto experimental vintage del que el realizador saca partido. Porque Morlaix es un melodrama de personajes y de maduración que pivota constantemente alrededor de los anhelos y las aspiraciones de la juventud en la vida, de las vicisitudes de las relaciones amorosas y de la relación del ser humano con la muerte, temas muy ambiciosos que en la película se tratan con la profundidad justa y necesaria (siempre desde el punto de vista de la adolescencia) y que por ello no resultan pedantes en ningun momento, si bien la pelícual muchas veces da la impresión de no avanzar en ese aspecto intencionadamente de una amnera un tanto impostada y poco clara. Una localidad costera de Bretaña, Morlaix, es el escenario en donde transcurre una historia que sorpresivamente termina albergando otra historia o más bien una realidad alternativa o ensoñación de los personajes, efecto este que se logra mediante el recurso simbólico del cine dentro del cine pero desde el punto de vista del espectador: esta metáfora-recurso narrativo es una de las principales bazas de la película desde el aspecto más formal y metacinematográfico junto con la alternancia del blanco y negro y el color, recursos que remiten a un manierismo muy europeo pero que tienen una función fundamental en el devenir de la historia aunque a veces su empleo pueda parecer algo arbitrario. La película pese a todo y aunque pueda despistar a espectadores poco habituados a trampantojos narrativos avanza sólida e interesante durante todo el metraje.
No es baladí que Moralix se centre en la etapa de la adolescencia para mostrar las contradicciones y debilidades del ser humano; su protagonista, la joven Gwen (Aminthe Audiard en su etapa teen y Mélanie Thierry como adulta) es una muchacha que siendo de las más carismáticas de su instituto y eje de sus amistades se ha cansado de la vida en su pueblo y tras la pérdida de su madre se replantea muchas cosas: es el ejemplo del adolescente desnortado y duditativo que por circunstancias se enfrenta de repente a los dilemas de la edad adulta. La llegada a la localidad de un inteligente y sensible chico parisino, Jean-Luc (Samuel Kircher) alterara en cierto modo la vida de la propia Gwen y de sus amigos con su modo optimista pero más maduro de ver la vida, al tiempo que entre Gwen y Jean Luc comenzará a surgir una extraña atracción mutua. Los jóvenes personajes discuten y reflexionan entre ellos sobre sucesos presentes, futuros o posibles en secuencias en las que conviene no perder ni un ápice de atención en lo que se dice y que al final acaban explicando el epílogo y el salto en el tiempo en el que les vemos convertidos en adultos con diferentes suertes en sus vidas. Hay que reseñar en todo momento que los jóvenes intérpretes están geniales, especialmente la pareja protagonista,que es la que da sentido y empaque a toda la historia en un reparto que en realidad es más bien coral y en el que también interviene el catalán Alex Brendemühl, con una Aminthe Audiard que literalmente se come todos los fotogramas en donde aparece. Excelente fotografía de Javier Ruiz Gómez y en definitiva un nuevo acierto del cine español esta vez con clara vocación internacional.