**** y 1/2
Carla Simón se está afianzando como una de las mejores cineastas españolas contemporáneas. Es una directora que en tres largometrajes ha demostrado tener un discurso cinematográfico propio y se ha destapado como una narradora total con el mérito añadido de que casi todo su cine hasta el momento ha sido autobiográfico: una infancia y adolescencia difíciles con la ausencia de sus progenitores, toxicómanos y muertos en plena juventud por el SIDA, que la directora no ha dudado en narrarnos en un emotivo díptico que esta Romería complementa con Verano de 1993 (2017), otra joya como esta que nos ocupa. Es posible que esta nueva película no sea mejor que aquella, pero por si sola Romería es una película intensa, sensible, cambiante y sincera que muestra de un modo muy personal las sensaciones de una adolescente, alter ego de la directora y guionista, que busca lo que verdaderamente les sucedió a sus padres cuando entra por primera vez en contacto con su familia paterna en un entorno que le es totalmente extraño. Un viaje de maduración, descubrimiento y autoafirmación en donde utilizando el naturalismo documentalista próximo al tono de Verano combinándolo con experimentación, poesía visual y simbolismo se nos ofrece un relato tan encantador y atrayente como sutilmente terrible a veces y sobre todo muy creíble.
Si hay algo que deba admirarse de este filme sobre todas las cosas es la valentía de su premisa y concepto, un ejercicio de introspección y ahuyentación de demonios interiores que Simón ya comenzó con su ópera prima y que aquí ofrece una especie de culmen-catarsis con el paso de la adolescencia a la madurez como metáfora-telón de fondo. Marina, encarnada por una gran promesa que atiende al nombre de Llucia García, a punto de cumplir 18 años, llega a Galicia desde Catalunya para conocer a su familia paterna- tios, primos y abuelos- conseguir de ellos un documento legal para sus futuros estudios y sobre todo conocer los últimos días de sus padres en la costa de Vigo y las islas Cíes, ayudada por la lectura del diario de su madre, cuya narración en la voz de Carla está presente en toda la película. La muchacha reconstruye esos días con dichas lecturas, fotos y el testimonio de sus familiares, los cuales la acogen con aparente cariño y entusiasmo aunque ella no tardará en darse cuenta de que esconden y ocultan tanto sentimientos como circunstancias especiales derivadas de las visicitudes de sus padres, las cuales marcaron a la familia. Los propósitos de sentirse aceptada, encontrar la verdad y sobre todo llegar a conocer a aquellos frágiles seres que le dieron vida se convierten en sus obsesiones, sentimientos que aparecen muy, pero que muy bien reflejados en el filme, mediante diálogos, silencios, escenas...Ha resultado un total acierto el recurso de la lectura del diario (con textos aparentemente reales de la madre de la directora) con momentos emocionalmente y visualmente de todo tipo.
En los últimos compases del filme se recurre a lo onírico y lo simbólico cuando la protagonista pone cuerpo y rostro a su padres, con los rasgos de ella misma y de su primo (y amor platónico) (Mitch Martín) en curiosas y cuidadas escenas que culminan con una extraña coreografía al son de Siniestro Total con marcado e inquietante poso poético. Las relaciones familiares, el daño que supuso el consumo de droga en una parte de la juventud en las década de 1980 y la búsqueda de la verdad expiadora son otros temas que hacen su oportuna aparición en la historia. Tristán Ulloa, Miryam Gallego, José Angel Egido, Maria Troncoso, Alberto Gracia, Sara Casasnovas y un buen puñado de muy jóvenes competentes actores secundan con oficio y muy buen hacer un espléndido reparto. Una de las mejores películas españolas del año.
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