sábado, junio 07, 2008

CUADERNO DE NOTAS DE UN PREHISTORIADOR INFANTE

La formación de la tierra, los fósiles, las cavernas, el Hombre de Cromagnon, el Pleistoceno, los pterodáctilos, los homínidos, las hachas de mano, el brontosauro, el Homo Erectus, las pinturas rupestres, mamuths…Todo esto formo parte de le educación sentimental de la infancia de este que suscribe, cuando a los 5 o 6 años descubrió aquellos albores de nuestro planeta en los que habitaban monstruosos reptiles, y en donde simios llegaron a transformarse en seres humanos cubiertos de pieles que vivían en cuevas y cazaban para subsistir. Durante esos años, muchos libros sobre el tema cayeron en mis manos y llegué a convertirme en un fanático en la materia. Aunque ha pasado el tiempo, y muchas otras cosas irrumpieron en mi vida captando mi interés, siempre me ha quedado cierta impronta paleontológica y prehistoriadora, no tan fuerte como antes, pero la suficiente como para seguir fascinándome por todo lo relacionado con la época anterior a la Historia.


Dinosaurios y cavernícolas

Hacia los cuatro años de edad, cuando ni siquiera sabía leer, descubrí en uno de los tomos de una especie de enciclopedia dirigida a la gente menuda, El Mundo de los Niños, una publicación americana editada en España por Salvat a comienzos de los 70 (y que mis padres compraron poco antes de que yo naciera), vistosos dibujos de varias especies de dinosaurios, los gigantescos lagartos que habitaban en la prehistoria. Fascinante, lagartijas del tamaño de un camión que ya no existían. En aquella infancia preescolar la Prehistoria era para mi aquella época pasada en al que los hombres iban en plan Tarzán, en taparrabos y cazaban con lanzas y garrotes, tal y como mostraban los tebeos y los dibujos animados. Era la Prehistoria un mundo fascinante para un niño que a los cinco años ya se interesaba por la Historia, a través de libros que ya empezaba a saber leer o imágenes de la televisión. Series como la francesa de animación Eráse una vez en hombre hicieron aumentar ese interés, especialmente en lo que a la Prehistoria se refiere, con aquella mítica cabecera en donde se mostraba algo alucinante: la evolución, del mono al hombre. El hombre primitivo, descubriendo el fuego y viviendo de utensilios de palos y piedras. Era la edad de piedra, cundo el hombre no sabía nada y andaba por el mundo como un recién nacido, recién aparecido en la tierra.

Poco después sabría, que al contrario que lo que decían algunas películas, cómics o dibujos animados, el hombre primitivo y los temibles dinosaurios jamás coexistieron, ya que los primeros desaparecieron mucho antes de que el hombre hiciese acto de presencia en el planeta. Pequeño desengaño, el hombre primitivo nunca cazó diplodocus a garrotazos, aunque no importaba, ya estaban los Mamuts, como, esta vez sí, objeto real de las cacerías del hombre prehistórico, y luchar contra elefantes lanudos, quieras o no, era muy impresionante. Había también por mi casa un libro sobre Prehistoria que mostraba un antiguo grabado (con el que me he vuelto a encontrare n bastantes más ocasiones) de la evolución de los primeros homínidos hasta el Homo Sapiens, que me fascinaba: efectivamente, veníamos del mono. Luego, con siete años aproximadamente recibí un regalo navideño que me marcó: un librillo infantil muy completo para críos de mi edad sobre el hombre primitivo, de la editorial SM. Allí aprendí los nombres de los primeros homínidos (Dryopithecus, Ramapithecus, Australopithecus), y de las diferentes especies que se sucedieron del género Homo (Homo Habilis, Homo Erectus, Neandertal, Cromagnon), y me familiaricé con las herramientas de piedra, las pinturas rupestres, el descubrimiento del fuego, el nacimiento de la agricultura, los primeros rituales funerarios. Ya conocía términos como paleolítico, neolítico, glaciaciones, edad de bronce, antes de darlos en la escuela.

Todo lo relacionado con el hombre prehistórico desplazó de alguna el interés por los dinosaurios como materia de la prehistoria preferida (ya conocía los nombres y las apariencias de varios de ellos), pero poco después me compraron un libro sobre dinosaurios de la misma colección que el de los hombres primitivos, mediante el cual “profundicé” en la fauna prehistórica anterior al hombre reactivando mi interés diniosáurico. Pero no solo en lo que a dinosaurios se refiere, sino también respecto a la primera fauna marina: trilobites, primeros gusanos, peces primitivos, etc. Claro que era mucho más interesante el tema de los dinos: los que eran herbívoros y los que eran carnívoros, los que podían volar, los que vivían en el mar, el tiranosaurio, el dimetrodon, el Iguanodon, el triceratops. Todo molaba.


A la caza del fósil

Otra cosa que también me atraía enormemente, era el hecho de que se encontrasen hallazgos de restos prehistóricos, tanto de homínidos u hombres primitivos, como de bestias prehistóricas, además de cuevas con pinturas rupestres, hachas de mano, monumentos megalíticos de la edad de hierro. Los restos animales y vegetales se convertían en piedra y eran los fósiles, de los que había a tutiplén en museos y que se podían hallar en aparatosas excavaciones por parte de paleontólogos, la primera profesión realmente me parecía que molaba la leche. Me quedaba obnubilado pensando como sería contemplar la osamenta petrificada completa de un dinosaurio, como las que había en el Museo de Historia Natural de Nueva York, o que se sentiría al encontrar un cráneo de Homo Erectus. Luego me di cuenta que esto de encontrar fósiles no era tan difícil como parecía, ya que a mis oídos llegaban relatos de gente más o menos cercana que aseguraba haber hallado fósiles de plantas, de helechos prehistóricos o de caracoles en excursiones campestres. Con ocho o nueve años, amigos míos tan locos con la Prehistoria como yo me enseñaban fósiles, algunos auténticos y otros más dudosos, de trilobites, conchas, arena petrificada… (pero vete a saber si serían de la Prehistoria). No, no era tan difícil encontrar fósiles de especies marinas prehistóricas si acudías al lugar adecuado, léase riberas, playas, costas.

En el patio del colegio, o en el campo, siempre había algún chaval que veía una mancha o una marca en una piedra y decía que era un fósil. Yo recuerdo haber adquirido y coleccionado, con mas o menos diez u once años, fósiles varios de especies marinas y de puntas de lanza del hombre primitivo, halladas por gente dedicada a esos menesteres de manera amateur en abrigos prehistóricos (dícese de cavidades en rocas (que no cuevas) en donde el hombre primitivo se resguardaba en algún momento de las inclemencias del tiempo o donde pasaba la noche). Hasta una vez recuerdo haber participado en una expedición “paleontológica” a lugares de este tipo en Cantabria, de donde conseguí un buen botín, por cierto.

No hice por aquel tiempo demasiadas visitas a museos arqueológicos o de prehistoria, pero guardo un grato recuerdo de ellas: ver puntas de armas, buriles de piedra, raspadores, restos de vestimenta o restos óseos de hombres primitivos y homínidos era fascinante para mí, aunque ya había visto y leído tanto del tema que casi me parecía tan normal. También hubo en mi época de escolar visitas a cuevas que fueron habitadas por hombres prehistóricos, que estimulaban tanto mi afición a la prehistoria como mi interés por las cuevas y lo relacionado con la espeleología. Pero sobre todo, eran muy especiales para mí porque me ponían en contacto con algo que siempre me fascinó y que sigue siendo una de mis debilidades en el estudio de la vida del hombre de la Prehistoria: las pinturas rupestres.


Altamira, Santimamiñe

Como muchos otros, la primera referencia del arte rupestre que tuve - por medio de libros- fueron las cuevas de Altamira, en Santillana del Mar, Cantabria. Los legendarios bisontes fueron una imagen asociada para siempre con las cuevas prehistóricas. Siempre quise visitar Altamira, pero claro está, la restringida política de visitas a la llamada capilla sextina del paleolítico impidió tal deseo. Si que estuve con 11 o 12 años en Santillana visitando el museo de las cuevas, y conociendo más a fondo la historia de Satuola, el descubridor de las cuevas, cuyas pinturas fueron descubiertas por su hija de pocos años.

Pero a falta de Altamira, en dos ocasiones visite en excursiones escolares las cuevas de Santimamiñe en Kortezubi, Bizkaia. El vivir allí hizo que las visitas a las inmediaciones de la gruta (entrando o sin entrar) fuesen relativamente habituales durante mis años de infancia. Las de Santimamiñe fueron las primeras pinturas rupestres que visité en mi vida; bisontes y caballos perfilados en negro, sin cromar, que lejanamente recordaban a los de Altamira o los animales pintados en otras cuevas. Mas tarde, se fueron sucediendo visitas a otras cuevas prehistóricas en Cantabria o en Asturias (Covalanas,Tito Bustillo), aunque todavía aguardan las cuevas levantinas y sus figuras humanas, por que no, Lascaux, el otro gran exponente del arte rupestre junto con Altamira.

Y bueno, que decir de los monumentos megalíticos. La edad de los metales no fue santa de mi devoción al principio, pero a fuerza de ver más y más imágenes de Stonehenge y su imponente y mágica estampa, el gusanillo de las culturas megalíticas y los pueblos preindoeropeos me fue picando, picando hasta explotar en mi adolescencia, superando a la afición a la edad de piedra (aunque con el tiempo se han ido equilibrando)


La eterna búsqueda del origen

Con el paso del tiempo, otras eras de la historia de la humanidad me han ido interesando más, pero la Prehistoria ha seguido ejerciendo en mí una especial fascinación. Una etapa en al que aún se siguen descubriendo más y más cosas y de la que jamás el ser humano lo conocerá todo. Multitud de publicaciones, investigaciones, artículos, programas de televisión, documentales siguen ocupándose de la Prehistoria, tal es la fascinación que esa época ejerce en todos nosotros, admitiéndolo o no e independientemente del interés por al historia que tenga cada uno. Es la emoción por ir descubriendo lo desconocido, que se hace aún mayor cuando todas esas lagunas de conocimiento nos dicen algo tan fundamental como nuestro origen, el origen de la humanidad, el origen de nuestro planeta. En definitiva, quienes somos, por que estamos aquí, por que todo lo que conocemos de la naturaleza es así. Esos interrogantes fueron los que me llevaron a ser un precoz aficionado a esa Era, y hasta hoy día, con dichos interrogantes intactos, mi amor por la Prehistoria siempre descubre algo con que reafirmarse.

martes, junio 03, 2008

El aparatito de Lumiere - -ANTES QUE EL DIABLO SEPA QUE HAS MUERTO (BEFORE THE DEVIL KNOWS YOU´RE DEAD)


*****

Es una pena que esta extraordinaria película, que esta siendo de lo mejor del año, este pasando con mas pena que gloria por las pantallas, aunque la crítica parece coincidir en sus múltiples excelencias. Sydney Lumet, legendario y octogenario director con algunos clásicos inmortales en su vastísima filmografía, del calibre de 12 hombres sin piedad (1957), ha venido desarrollando sin interrupción desde aquella su opera prima un filmografía muy variada y con títulos excelentes como Serpico (1973) o Veredicto Final (1982); en los 90, ya sin mostrar el brillo de épocas anteriores, algún titulo interesante como La noche cae sobre Manhattan (1997) o más tarde su, hasta el momento última, Declaradme culpable (2006) evidenciaba que a pesar de no estar tan en plena forma como en sus mejores días, Lumet seguía siendo en su vejez algo más que un maestro del séptimo arte. Pero es que en esta ocasión de ha ido más allá: el mítico director ha filmado uno de los mejores trabajos de su carrera.

Este filme de largo título es una magistral mixtura de cruel drama humano y thriller en donde el director de Philadelphia muestra una desenvoltura propia de cineastas más jóvenes, y echado mano de un recurso tan en boga en el cine de calidad de los últimos años como es el del puzzle temporal, ofrece un filme emotivo, intenso e interesante de principio a fin. Un espectáculo narrativo de fuerza devastadora que hace pensar y reflexionar en todo momento al espectador, más allá de lo que se ve en la película.

El excelente guión de Kelly Masterson presenta una serie de personajes de una misma familia divididos inconscientemente en dos bandos: por una parte, los que viven una vida apacible y sin sobresaltos, como son los ancianos patriarcas del clan Hanson, Charles (Albert Finney) y su esposa Nanette (Rosemary Harris), mientras que al otro lado se encuentran dos de los hijos, Andy (Philip Seymour Hoffman) y Hank (Ethan Hawke), el primero un profesional cualificado y aparentemente honrado, pero desorientado por su adicción a las drogas, y el segundo un joven irresponsable y dejado, amargado por su divorcio y sus problemas económicos. Andy y Hank, no parecen haber seguido la educación moral que les dieron sus padres; su comportamiento como personas incluye la hipocresía (Andy), y la falta total de criterio (Hank), y no dudarán en solucionar conjuntamente sus respectivos problemas de una manera tan terrible como atracar la joyería regentada por sus propios padres. Sentimientos de culpa varios, pasos en falso y concatenaciones lógicas de situaciones pintan un fresco en donde se pone en evidencia las fatales consecuencias de la falta de moral y la ambición por ir por libre sin tener en cuenta a los demás.

Una puesta en escena impecable y un sorprendente juego de planos, en donde en diferentes momento una misma escena filmada desde diferentes ángulos, sirve para ofrecernos la misma historia desde el punto de vista de Charles, Andy y Hank. Y por si fuera poco, las interpretaciones son excelentes; Albert Finney esta soberbio, como siempre, Hoffman borda su papel con una intensidad dramática desgarradora, y Hawke logra hacer uno de los mejores papeles de su carrera. Una película desasosegante, algo incómoda y dura, pero con el poder de atracción que solo las obras maestras atesoran.