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Una historia con dos diferentes marcos temporales distantes son potencialmente dos historias que al final convergen y en el caso concreto del arte cinematográfico pueden ser dos películas: esto ocurre con Los colores del tiempo en donde por una parte hay un marco contemporáneo y por otra una historia (que condiciona a la actual) desarrollada a principios del siglo XX, es decir, estamos ante un drama actual y otro de época (todo con algunos ribetes de comedia) que además cumplen su función y constituyen en conjunto una inteligente película que utilizando el melodrama, el romance y ciertas dosais de intriga constituye una loa a la cultura francesa y su rica historia. Cédric Klapisch un director hábil aunque más bien escorado al cine más comercial firma con clase un esforzado trabajo que no hace decaer el interés del espectador en ningún momento y que pone de manifiesto la versatilidad del director.
El punto de partida de la historia lo conforma una herencia, la de una vieja casa de campo cercana a París de la que deben de hacerse cargo treinta descendientes de los propietarios de la misma, abandonada desde los años 40 del siglo XX. Los familiares, la mayoría lejanos y que apenas se conocen entre ellos, nombran a cuatro representantes para realizar un inventario de la casa, los cuatro con diversas ocupaciones y edades que una vez en la vieja vivienda encontraran pinturas, fotografías y correspondencia que una vez pertenecieron a su antepasada Adèle, una joven campesina normanda que a finales del siglo XIX se trasladó la capital francesa en busca de su madre, que la abandonó siendo un ella un bebé. Así, mientras los cuatro desconocidos establecen inesperados vínculos entre ellos mientras tratan de descubrir la procedencia de los objetos y la historia de Adèle, se asiste también a una historia enmarcada en el París de los 1890, una ciudad en plena transformación social e industrial y también bulliciosa y efervescente en su actividad artística y cultural con el nacimiento de la fotografía, el auge de la cultura literaria realista y el triunfo del arte impresionista. Adèle en su viaje traba precisamente amistad con dos jóvenes artistas, Anatole, un aspirante a fotógrafo, y Gaspard, un aspirante a pintor, los cuales serán para ella los guías de una nueva realidad alejada de sus orígenes y en un entorno muy novedoso y algo desconcertante para ella sobre todo cuando el reencuentro con su madre no es el que ella esperaba. El pasado y el presente se van alternando en esta historia con un ejercicio narrativo espectacularmente hábil en donde destacan las escenas de época con una fotografía pictórica y unos entornos intencionadamente algo manieristas (homenaje al impresionismo y la fotografía antigua) pero bellos y efectivos.
Funciona muy bien el reparto en donde destaca Suzanne Lindon como el personaje central- encantadora y convincente-, Jilia Piaton, como Celine una ejecutiva del siglo XXI que termina fascinada por la historia de sus antepasados, Zinedine Soualem como Abdelkrim, un profesor de secundaria decidido a encontrar valor artístico (y sentimental) a los hallazgos de la vieja casa y Abraham Wapler como Seb, un joven fotógrafo actual que hará un inesperado hallazgo que influirá totalmente en su concepción de la vida. Con elementos poéticos, fantasiosos y comediáticos y detectivescos, la película entusiasma, se hace gustar y termina siendo una gran película.
