lunes, octubre 25, 2010

MERCADER DEL TIEMPO (I): EL CAMINANTE. Relato de ficción




Se oía a los perros ladrar en la lejanía en el momento en que el sol comenzaba a ocultarse. El carromato tirado por mulas seguía avanzando por el camino en una silenciosa tarde de verano. Aquel silencio era solo profanado por algún canto de pájaro, zumbidos de insectos y los ladridos de canes- posiblemente propiedad de algún ocupante de las pequeñas cabañas que se podían ver a lo largo del camino- que el labrador y su hijo estaban oyendo a unas pocas millas antes de llegar al pueblo. El cielo ya estaba comenzando a tornarse anaranjado y las casas pardas y blancas de la aldea empezaban a ser visibles para los dos ocupantes del carro. El labrador era un hombre de casi cincuenta años, grueso y alto, de cráneo calvo oculto por una gorra aunque bajo esta se podía atisbar aún algo de pelo gris. Su hijo, era un mozo de unos dieciocho años, algo mas alto que su padre pero de constitución algo menos robusta, pelo rubio oscuro bajo un gorro de paja y muy incipiente barba recorriéndole la quijada. Dos mulas tiraban del carro que llevaba muchos metros sin toparse con un alma, hasta que a la izquierda del camino los dos campesinos vieron a alguien.

El caminante iba vestido con una larga chaqueta de tono pardo que llevaba prácticamente abrochada pese al calor que hacía. Sobre la cabeza llevaba un sombrero pequeño y extraño de color ocre, casi como una capucha, aunque no formaba parte del abrigo. Aquel hombre parecía un anciano ya que su barba era blanca y su pelo también lo era. Caminaba ayudado por un bastón y cuando los campesinos pasaron delante de él contemplaron como su mirada permanecía perdida mirando a algún punto indeterminado con el rostro serio y preocupado. Podía parecer un peregrino, pero en aquella zona no había de paso ningún lugar de peregrinaje. El campesino y su hijo pensaron que se trataba de algún mendigo del que solo Dios sabía su procedencia. Pararon el carro y se dirigieron al caminante:
-                      ¡Eh!, ¿A dónde se dirige?
El caminante se detuvo y señaló al pueblo que se veía en el horizonte.
-                      Hacia cualquier lugar en donde me den comida y un techo donde pasar la noche.
El padre y el hijo se miraron
-                      Nosotros vivimos en ese pueblo. Si quiere le podemos llevar hasta allí. También puede cenar con nosotros y, si quiere, dormir en el cobertizo
El viajero subió al carro, tarea para lo que no necesito ninguna ayuda pese a su aspecto desvalido. El campesino y su hijo advirtieron que el hombre tal vez no era tan viejo como parecía a pesar de su cabello y su barba blanca
-                      ¿De donde es usted?-  Inquirió el campesino mayor
-                       No soy de aquí cerca- contesto el caminante- Vengo de lejos. Pero no importa de donde yo venga, yo quiero llegar a  todos los lugares posibles.
Los dos campesinos no dieron importancia alguna a aquellas palabras del forastero, palabras que sonaban bien absurdas y propias tal vez de un demente, de alguien trastornado o fuera de sus cabales. Para ambos era probable que aquel viajero de extraña indumentaria fuese algún pobre loco. No parecía violento ni peligroso y muy posiblemente proseguiría su vagabundeo a la mañana siguiente una vez hubiese pasado la noche en el cobertizo.

En menos de diez minutos el carromato llegó a la aldea. Después de aquellas palabras pronunciadas por el viajero, ninguno de los tres dijo nada durante el resto de trayecto. Estaba anocheciendo en el pequeño pueblo de casas de un piso, avenidas breves y empedradas, calles en cuesta, y un nido de cigüeñas en el campanario de la iglesia situada en lo más alto del pueblo. Andando, a caballo o en carro los hombres estaban regresando de sus tareas en los campos. Se veía a las mujeres recoger la ropa colgada en los balcones y terrazas, y muchos  chiquillos  aún estaban jugando en la calle, sus chillidos y risas rompiendo violenta y estrenduosamente el casi monótono silencio de la aldea. El caminante bajó del carro y enseguida los viejos sentados cerca de los portales de las casas empezaron a murmurar. Las gentes que pasaban miraban indisimuladamente a aquel forastero de larga chaqueta y báculo en mano. Ocho tañidos de campana se oyeron desde la altura.

Mientras la mujer del campesino preparaba la comida, el dueño de la casa se afanaba en que su extraño invitado se sintiese cómodo dentro de las comodidades que una pobre casa de campo podía ofrecer a alguien. El caminante se sentó en una silla en el comedor y no hizo ningún ademán de quitarse el abrigo aunque si se desprendió de su gorro. No hubo manera por parte del anfitrión de que dijese exactamente de donde era y a donde venía. El caso es que no parecía ningún loco, su hablar era pausado y su voz profunda y tranquila. No hablaba de él mismo, pero si mostraba un cortés interés en lo relacionado con la vida en el pueblo y en la ocupación del hombre que le había dado cobijo: que tal era la vida en el campo,  comos e estaba en aquel pueblo, de que vivían sus habitantes a parte del campo y del ganado. Los hijos del campesino, incluido el vástago mayor con el que había recogido al caminante, escuchaban con curiosidad y con temor a aquel hombre de largos cabellos blancos y barba también nívea que comenzó a hablar de relojes después de preguntar desde hacía cuando tiempo se tocaba la hora en el campanario. Como nadie en la humilde familia supo darle más respuesta que la del padre cuando señaló que “toda la vida la he ido oyendo”, él empezó a hablar de que sería diferente si a la iglesia le instalasen un reloj mecánico. Entonces, los hombres ya no tendrían que depender de ellos mismos o de la naturaleza para conocer la hora, les vendría dada por el propio mecanismo certero de un reloj que describiría el paso del tiempo casi artificialmente, que incluso podía poner en marcha las campanas. Para hacerlo más entendible a los muchachos y muchachas de la casa les dijo que ya nadie tendría la molestia de tocar la campana con la cuerda si se inventasen unas campanas mecánicas acompasadas con el reloj, aunque según él algún día las inventarían, pero entonces significaría que ya nadie precisaría de la naturaleza y de su propio conocimiento para contabilizar el tiempo. Y como ya todos los relojes de las casas y de la gente eran mecánicos y solo quedaban las campanas de las iglesias como último modo no mecánico de conocer la hora, entonces el tiempo habría dejado de ser dominado por el hombre.

Llegó la hora de la cena y el caminante se sentó en la larga mesa de madera con el campesino, su mujer y seis de sus siete hijos. El más pequeño había nacido hacía a penas tres meses y estaba todavía en la cuna. La mujer era unos diez años más joven que su marido, pero su rostro estaba ajado y sus manos encallecidas por el duro trabajo, al igual que su esposo. Nada más sentarse en la mesa, el caminante se quitó por primera vez su abrigo, dejando al descubierto una camisa gruesa verde y unos pantalones marrones. En sus pies llevaba unas botas altas negras similares a las de un soldado, pero la indumentaria en su totalidad no parecía la de un militar. El campesino y su familia se dieron cuenta que el hombre llevaba en su regazo un gran zurrón de piel que durante el tiempo anterior había permanecido oculto dentro del abrigo. No se lo quitó del regazo ni un momento mientras estaban cenando. Después de la cena, mientras el resto de los miembros de la familia se dirigían a cerrar puertas, ventanas y establos ante la llegada de la noche, el hijo mayor pidió al caminante que le acompañase para enseñarle el cobertizo donde iba a pasar la noche. El caminante se volvió a poner el largo abrigo pero esta vez sobre los hombros en forma de capa, llevando consigo su bolsa de piel. En la estancia, el muchacho, colocó un viejo y raído colchón de lana sobre el suelo y depositó junto a el unas mantas que había sacado de un baúl de la casa. El joven no podía apartar su vista del zurrón, un artilugio con el mayor número de bolsillos, de solapas y de hebillas que jamás había visto en su vida.
- Vaya bolsa, ¿eh, señor? Y parece de cuero bueno. Yo voy a aprender a trabajar el cuero y las pieles con un maestro bolsero que vive en un pueblo de cerca. Yo no voy a seguir con el trabajo en el campo de mi padre, a ver si con eso tengo suerte y puedo salir del pueblo e irme a trabajar a  la ciudad. Cualquier cosa con tal de no quedarme en este maldito pueblo.  Por cierto, ¿qué guarda allí?
            El forastero miró fijamente al muchacho y le invitó a sentarse en el suelo. El chico se puso de rodillas y el caminante le preguntó entonces:
-                      ¿Sabes en que año estamos?
-                      Si señor- contestó el mozo- en mil novecientos treinta. A seis de agosto. Yo nací en el mil novecientos doce.
-                      Seguro que no conoces lo que tengo yo aquí, pero quiero que lo veas y quiero que veas para que sirve



Don Marcial Núñez, el doctor Núñez o también conocido simplemente por Don Marcial vivía en otro pueblo a unos dos kilómetros. Estaba a punto de irse a la cama a eso de las once de la noche, cuando alguien aporreó la puerta con violencia e insistencia. Su mujer, que estaba en la cama casi dormida, se despertó sobresaltada y su marido bajó presuroso las escaleras poniéndose la chaqueta y abrochándose los pantalones casi al mismo tiempo con una increíble habilidad fruto de la costumbre y pericia adquirida en varios años de salidas fortuitas de su casa en plena noche para a atender a enfermos de la comarca.  Dos mozos, uno de unos dieciocho años  y otro de catorce, estaban nerviosos tras la puerta.
-                      Vaya, los hijos del Eutiquio, ¿pasa algo malo? ¿Es el bebé, tal vez?
Los dos muchachos tardaron en contestar. Habían llegado en carro hasta la casa del médico.
-                      No, no es nada de enfermedades, Don Marcial. Es que el cura Don Cesáreo nos ha dicho que le avisemos- Hubo una pausa en el discurso del mayor- Es un mendigo que hemos recogido en casa, Don Marcial. Hace, dice y tiene cosas muy raras que a padre, a madre, a nosotros y al cura que le avisamos, nos tienen con los ojos como platos. El cura dice que usted que es hombre de ciencia, tiene que ver tó lo que hace.


Continuará

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