domingo, septiembre 09, 2012

ESTATUAS (I) Relato de ficción



 

El parque en otoño comenzaba a tener un aspecto más melancólico. El verde de los árboles ya no era tal y estos empezaban a desprenderse de sus hojas. A medida que pasaba la estación los jardines y el suelo de cemento se cubrían de las hojas pardas caídas de los árboles y la imagen del parque languidecía, pero aquel pequeño oasis verde de la gran ciudad retenía su encanto, e incluso podía decirse que se veía acrecentado en aquella época de vientos suaves, vegetación marrón y atardeceres tempranos. Seguían acudiendo padres y madres con niños provistos de bicicletas y balones, parejas que se sentaban en los bancos, grupos de adolescentes que se aposentaban en la hierba bajo los árboles, gente con sus perros abriéndose paso por los senderos de cemento y de grava que atravesaban el verde de los jardines, paseantes solitarios que contemplaban las aguas verdosas del estanque cubiertas de hojas y ramas, y de vez en cuando las palomas planeaban y aterrizaban en el parque en busca de alguna pipita o maíz que hubiese en el suelo.

En realidad, con más o menos gente, con diferentes prendas de vestir según la estación del año, todo era igual en el parque día tras día y año tras año, pero cuando llegaba el otoño una sensación de melancolía y romántico abandono parecía allí extenderse y atrapar a cualquier elemento vivo o inerte que allí se encontraba. Pero había una diferencia muy importante entre lo vivo y lo inanimado, entre los árboles, las plantas, aves, ardillas y personas y entre los bancos, las jardineras de piedra, los columpios y las estatuas, y es que el tiempo parecía desgastar más rápidamente a estos últimos. El parque aunque con muchos cambios  y remodelaciones ya tenía más de cincuenta años y en su día la piedra, el cemento y el hormigón fueron los materiales que añadieron pizcas de urbanismo y señal de vida humana en una extensión silvestre en mitad de la ciudad en donde el verdor de largas explanadas de césped y árboles se vio intervenido por la mano humana. La piedra de algunas barandillas, jardineras con plantas y tierra y de las estatuas se erosionaba y desgastaba con rapidez por las inclemencias del tiempo y de la atmósfera, se llenaba de verdín y se iba desconfigurando la forma y volumen de las cosas que habían esculpido en ella. Eso era más nítidamente perceptible y evidente en las estatuas por su condición de representaciones humanas; los rostros se difuminaban, los ropajes parecían perder su forma y derretirse y muchas veces alguna figura perdía algún miembro, bien por la acción del paso tiempo por la de algún indeseable elemento teóricamente racional.

Había en el parque dos estatuas que durante años y años fueron las favoritas de las gentes. Una era la de un dios Hermes con toga y sin casco que en su mano izquierda sostenía un no muy elaborado esculapio, y otra la de una supuesta musa más bien indeterminada- algunos sostenían que se trataba de Erato pero no llevaba ninguna cítara- también vestida con toga. Cuando esculpieron aquellas estatuas hacia ya casi un siglo (antes del parque estuvieron en otra ubicación) no consideraron decoroso que aquellas efigies inspiradas en la mitología griega estuviesen desnudas como las esculturas de la Grecia clásica a las cuales trataban de imitar, por lo que les vistieron con unas túnicas pétreas que más bien parecían capas renacentistas o hábitos de monjes. Las dos estatuas, sin contra el pedestal no medían más de metro y medio de altura y a pesar de su desidiosa factura manierista de gusto neoclásico y su escaso valor artístico eran ya una eterna institución en aquel parque. Generaciones y generaciones de ciudadanos las habían contemplado y habían pasado junto a ellas, erguidas sobre sus pedestales de mármol, situadas en lugares diferentes del parque. La de Hermes se encontraba sobre un pedestal en al mitad de un largo banco corrido de piedra dispuesto en forma circular que rodeaba una especie de pequeño anfiteatro o plazoleta circular situada en lo alto de una especie de minúsculo edificio-terraza que se erguía en el medio del parque, la de la musa estaba en mitad del césped sobre su correspondiente peana, mirando hacia una de las fuentes del parque situada al otro lado del sendero - avenida que atravesaba el jardín en donde se encontraba la estatua. Ambas estaban ya entre grisáceas y amarillentas pese a varias limpiezas y realizadas en ellas y extremadamente desgastadas con la piedra ligeramente corroída por los tóxicos excrementos de paloma. Allí permanecían inmortales e inmutables, testigos de tantas cosas a lo largo de medio siglo. En otoño a la gente le parecía que las estatuas estaban más tristes: en primavera parecían recobrar la vida y sus inexpresivos rostros parecían dibujar leves y tímidas sonrisas entre resignadas y esperanzadas casi como las de los ancianos que muchas veces se sentaban en los bancos cercanos a ellas mirando al horizonte con aspecto pensativo, en verano los portes de las estatuas se tornaban más vigorosos e imponentes, en otoño se oscurecía su estampa y sus expresiones se desdibujaban y atenuaban. En invierno las estatuas parecían sencillamente muertas; siempre lo estaban pero en esa estación parecía que se iban a desplomar desde sus no muy altos pedestales de un momento a otro.     

 De lo que no cabía duda alguna es que las dos estatuas destacaban visualmente en otoño, tal vez por su blanquecina efigie en medio de un reino de tonos pardos, algo que en el verano o la primavera verde podía pasar más desapercibido. Allí estaban ambas en esos días, el hombre y la mujer, viendo como las hojas iban cayendo de los árboles y el aire se iba enfriando día tras día. A nadie le importaba ya que representaban. Dioses, mitos, alegorías. No eran las estatuas de alguien, como la del compositor, el benefactor, la poetisa, el héroe de guerra. Eran ornamento y no tenían nombre, eran figuras atemporales como los mitos griegos. Pero ya eran un mito traspasado hasta hoy y convertían al parque de la ciudad a su manera, en un territorio mítico, casi mágico. Muchas noches, tal vez atraídas por esa supuesta magia del lugar donde se hallaban las estatuas, había parejas que se encontraban, escondidas bajo la peana de la estatua de la musa o se acurrucaban sentadas en el banco de piedra contra el pedestal de la estatua del dios ocultos en la penumbra de la sobra que proyectaba la figura y la oscuridad de la esquina que formaba la efigie de piedra con el banco. Eran como las zonas del parque específicas para el amor y el sexo y todo el mundo lo sabía, siempre había sido así. Era como si aquellas dos estatuas hubiesen sido de dos amantes de una época pasada o de un mundo atemporal y habitando sus espíritus fallecidos- o bien errantes, o bien en pena- en sus representaciones de piedra  hubiesen dejado su influjo sobrenatural en ellos, llamando a los amantes que se adentraban en el parque.

Otoño, aquella época en la que las estatuas del parque son más lánguidas, Noche de luna llena dicen que era, pero en realidad no se sabe con certeza si aquella noche la luna brilló en su plenitud. Las dos de la madrugada y entre las sombras de los árboles dos sombras atravesaban corriendo el parque. Algún murmullo de mochuelo en lo alto de un árbol era todo lo que se podía oír, además de los pasos nerviosos en la gravilla. La esbelta silueta de la joven musa en toga se percibía cada vez más nítidamente al ir avanzando hacia el césped humedecido por la escarcha. Latidos de dos corazones iban aumentando su tic tac por momentos, mientras la figura de la musa se iba percibiendo más cercana.


                                                    CONTINUARÁ

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