lunes, mayo 13, 2013

CRÍTICO DE RESTAURANTES (I) Relato de ficción







Una de las profesiones más privilegiadas sin duda. El poder disfrutar de los más exquisitos e intensos sabores que a los que el ser humano podía acceder. Durante casi diez años había logrado sublimar y perfeccionar su sentido del gusto gracias al contacto con sabrosos manjares preparados de varios países. Eran los restaurantes para él magníficos templos hechos para el goce humano y el alcance del éxtasis, la vía para acceder a un paraíso pequeño, íntimo y peculiar, aquel que solo se encontraba en la lengua, el paladar, las papilas gustativas y el estómago de los mortales. La gastronomía, según él decía, aunque religión mayoritaria tiene en realidad muy pocos verdaderos practicantes y no solo porque la vida de hoy, estresante, veloz y frustrante, haya impedido que la gente llegue a saber saborear y disfrutar los alimentos, sino porque los altares de la más alta gastronomía, los templos de los sumos sacerdotes de la cocina internacionalmente reconocidos, los paraísos del cuchillo y el tenedor  (es decir, los restaurantes de cinco estrellas) se han convertido en lugares casi de uso exclusivo de los más pudientes y adinerados comensales. Solamente una selecta casta de fieles que había obtenido la bula para poder acceder a esos recintos casi prohibidos para el vulgo por medio de algo tan terrenal y villano como una periódico, una revista, un portal de Internet o una guía de carretera, podía disfrutar de manera continuada y cotidiana del placer de comer en los lugares donde mejor se podía hacer eso. Principalmente, porque su profesión es precisamente la de comer y opinar sobre lo que comen y después opinar sobre el restaurante en donde les han servido la comida. Esa era su oficio, aunque no siempre se acudía a paraísos de la cocina y muchas veces al igual que sus colegas de profesión había visitado mediocres restaurantes con más nombre que efectividad o locales que conocieron mejores años y mejores platos. Pero sin duda el modo en el que se ganaba el pan desde hacía casi diez años era todo un privilegio y una envidia para muchos.

Como otras muchas veces, llegó al restaurante en cuestión cuando eran casi las dos de la tarde. En su autoimpuesta rutina, ese era el paso uno de su modus operandi, el llegar cerca de esa hora. Él siempre opinaba que ser crítico gastronómico era la versión más amable del oficio de espía, yendo undercover como un comensal más a los restaurantes y sin revelar que trabajaba para una revista de tirada nacional suplemento de varios periódicos. Algunas veces le había acompañado su mujer, sus hijas o algún amigo o familiar, pero la mayor parte de sus expediciones a los templos del comer las había hecho en solitario al igual que en ese momento. Nunca le habían descubierto ni había sospechado nada el personal, el chef o el propietario del restaurante y se preocupaba con esmero de no dar ninguna pista. Esa era la primera visita a ese relativamente nuevo  restaurante, la primera de las dos o tres que pensaba hacer y lo cierto es que tenía gran curiosidad por conocer de cerca las maravillas que decían que encerraba aquel moderno y sofisticado local que había abierto sus puertas cuatro meses atrás. Los medios de comunicación, tan proclives ellos de elevar a los chefs al más alto estrellato mediático, habían alabado hasta la extenuación al Pantgansier, lo mismo que otros críticos de restaurantes algunos con tendencia a la puntuación baja – y a veces de manera injusta según el- aunque estaba ya harto de escuchar en boca de los profanos en temas de restauración que aquel era un restaurante de imagen moderna y de pulcra decoración con la consabida coletilla de que se servían “platos de diseño”. Pero sin duda lo que más había llamado la atención a la opinión pública sobre el Pantgansier era la rareza excéntrica postmoderna de turno tan habitual en la restauración contemporánea que consistía en esta ocasión en ofrecer a los comensales platos sorpresa y no revelar a nadie lo que comieron hasta después de un año. A él ese detalle no le importó lo más mínimo, ya había visitado varios restaurantes-circo en donde se comía con los ojos vendados o de espaldas al resto de las personas que compartían mesa por no hablar de otros en donde se llegaba a servir terrones de arcilla seca con mermelada o amapolas con caviar bañadas en sangría de coco. El Pantgansier se encontraba en las afueras de una ciudad de provincias de tamaño mediano y se había montado en un viejo y algo aislado edificio, un antiguo matadero del siglo XIX de estilo casi neoclásico –algo grotesco para un lugar que sirvió de aquellas funciones- restaurado con esmero con su fachada de piedra recubierta ahora de mármol rosa. Tenía dos pisos – en ambos estaban los comedores- y su parking era casi tan amplio como el de un centro comercial. Su vestíbulo le recordó al de un gran hotel y a su derecha se encontraba el comedor de la primera planta, donde él iba a comer. Los camareros y camareras vestían un uniforme unisex consistente en una amplia camisa verde oscuro donde no se veía ningún botón y en dond ponía el nombre del restaurante en la parte derecha con letras moradas  y un pantalón azul marino. El maitre llevaba el mismo atuendo con una chaqueta finísima del color del pantalón, más bien otra camisa que una chaqueta.

Como siempre, era importante pasar como un comensal más. Sobraba cualquier identificación como crítico de restaurantes y había que pagar la cuenta. La joven pelirroja que estaba cerca del vestíbulo mostró al crítico una de las mesas individuales que se encontraban en el enorme comedor. Todas las mesas (grandes, pequeñas, medianas) eran circulares y de cristal. No parecía cómoda una mesa así para solo una persona. Las sillas de bonita madera y hierro, eso sí, parecían cómodas con mullidos cojines de gomaespuma, tal vez demasiado. Otro camarero, un joven de raza negra, le dijo al crítico que enseguida iba a ser atendido. Se fue y el crítico lanzó una mirada al comedor y comprobó con sorpresa como ninguna de las veinte mesas ocupadas no tenía ningún plato en la mesa y estaba siendo atendida por el camarero de turno que afirmaba en castellano, inglés, francés o alemán que iban a ser atendidos de inmediato o bien este se acababa de  marchar tras haber cumplido tal cometido.  


CONTINUARÁ

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