sábado, mayo 18, 2013

CRÍTICO DE RESTAURANTES (y II) Relato de ficción







Debido a las características peculiares del restaurante no había carta ninguna y había que esperar el tan intrigante como molesto (porque con las cosas de comer no se juega) truco del sombrero. Con paciencia. Quiso escrutar visualmente al resto de comensales pero se dio cuenta de que no lo tenía nada fácil porque la luz artificial del local, unas focos dispuestos a lo largo de la parte de alta de la pared pintada de ocre, estaban empezando a apagarse ante el murmulle multilingüe de la concurrencia. Distinguía las sombras movibles sentadas en las mesas, moviéndose nerviosas al tiempo que una especie de persianas automáticas comenzaban a tapar los amplios ventanales. El crítico de restaurantes no tenía noticia de que el restaurante llevase a cabo semejante ritual además de la ya conocida extravagancia de los platos anónimos y eso comenzó a extrañarle. En un momento solo quedaron las pequeñas luces de emergencia dando insuficiente luz al enorme comedor.      

Pero ya nada le sorprendía a estas alturas. Ser crítico gastronómico en el siglo XXI ya conllevaba aceptar adentrarse en aquellos mundos estrafalarios y casi extraterrestres, tal el precio por probar los sabores y alimentos más extramundanos en una sociedad muy dada al espectáculo gratuito y a la farsa como maquiavélico reclamo. Sin embargo le daba la impresión de que esto ya resultaba demasiado, resultaban cansinas tantas chorradas que lo único que hacían era menguar la comodidad y el disfrute pleno del placer de una buena comida.  Pronto llegaron dos o tres camareros con bandejas que depositaron sobre la mesa de cristal, eran todos los platos desde los entrantes al postre, tal y como le dijeron. También le comunicaron que aguardase unos instantes hasta que volviese la luz. Eso tranquilizó al crítico ya que no le resultaba de recibo el ridículo numerito. El ruido, el movimiento de bultos en la penumbra  y el avistamiento de cuerpos tenuemente iluminados revelaba que el resto de comensales estaba recibiendo también sus platos. La legión de camareros abandonó el comedor tras su función sin que se distinguiese muy bien por que puerta desaparecían y el crítico se dispuso a esperar el regreso de la iluminación. Un sonido mecánico le sorprendió tratando de distinguir los diferentes platos en la semioscuridad y entonces comenzó a subir desde el suelo una especie de biombo de madera que formó una caja de cuatro lados alrededor de la mesa cuando la parte superior de los cuatro tablones del biombo casi alcanzó el techo deteniéndose el mecanismo. Los biombos mecánicos habían aislado unas de otras a las diferentes mesas y fue entonces cuando la luz de un foco comenzó a encenderse e iluminó plenamente la pequeña estancia resultante en donde había quedado casi aislado el crítico.          


Una mueca de desprecio y burla se dibujó en su rostro. La payasada además de ser tal era también cara, no quería ni pensar cuanto había costado montar aquellos biombos automáticos seguramente accionados mediante ordenador cuando además el número de mesas en aquel restaurante de dos pisos era el que era. Pero ya había llegado la hora de comer y a primera vista lo que había sobre la mesa tenía muy buen aspecto. Cada plato iba acompañado de una cartulina verde que indicaba de que se trataba: de entrantes, nueces peladas con salsa de calamar dulcificada con hojas de bambú, tacos de gambas y pulpo con salsa azul (no especificaba de que estaba hecha, pero parecía amarga y tenía un olor parecido al marisco) y croquetas vegetales de hierbas con caviar y caramelo líquido (tampoco ponía que vegetales se empleaban). Como primer plato ensalada de lechuga cruda con tomate verde, puré de guisante y esferas de espárrago (con colorante rojo).  De segundo, rodajas de bacalao y merluza fusionadas y ensambladas acompañadas de guarnición de bolas de patatas bañadas en menta y arroz líquido (que parecía leche). De postre, surtido de tartas de chocolates del mundo (concentradas en una esfera marrón) con helado caliente de aves de caza y pastel de aloe (de un color verde casi fosforescente). También había una botella de vino sin etiqueta ya abierta y de donde uno de los camareros ya había vertido parte de su contenido en una esbelta copa.                

Comenzaba la comida, comenzaba la jornada de trabajo. Los entrantes fueron consumidos. No sabría describir a que le había sabido, era una sensación extraña la mezcla de sabores, sabía bien al principio, estaban exquisitos, pero cuando le llegaban al estómago era como si no hubiese comido nada. El primer plato, pese a las reticencias y prejuicios de que la lechuga cruda y el tomate verde fuesen algo que supiese bien sorprendentemente le supieron a gloria, pero comenzó a notar como o bien las hierbas de las croquetas o las salsas de los entrantes le comenzaban a sentar mal. Se acordó de restaurantes de lujo donde los experimentos intoxicaron a los clientes, pero trató de no sugestionarse. El vino sabía espléndido, pero no logró atinar cual era. Cuando terminó la ensalada se sintió mejor, pero le daba la impresión de que había demasiados ingredientes secretos empezando por un aceite de olor extraño que no era ni de oliva ni de girasol. El segundo plato le devolvió las mismas sensaciones que con los entrantes y estuvo a punto de dejarlo, pero sorprendentemente no pudo y siguió hasta el final, parecía algo adictivo ¿aquellas bolas de patata?, ¿aquella leche de arroz que no sabía a arroz aunque al principio estuviese deliciosa?. Se dio cuenta que muchos de los productos en realidad no eran lo que ponía en los carteles aunque al principio supiesen a eso, o tal vez si lo eran. Tras terminarlo el segundo plato su estómago empezó a revolverse, pero no renunció a los postres. Ni él mismo se dio cuenta pero los devoró en un abrir y cerrar de ojos.          


Terminó; su estómago pese a todo parecía estar digiriendo todo correctamente. Sentado en la silla, tenía una sensación extraña, no sabía muy bien que le habían parecido los platos si le habían gustado o no y pocos segundos después notó su estómago vacío: le daba la impresión de no haber comido nada. Un extraño sopor le vino a la cabeza y vio como las paredes de la caja del habitáculo individual donde había estado encerrado como el esto de los comensales descendían hasta desaparecer. Pero mientras hacían esto no fue capaz de ver asomar el comedor sino una luz amarillenta que surgía desde el fondo del local y que una vez hubieron desaparecido los biombos terminó por rodearle. El crítico de restaurantes sentía su cabeza ida, lejana y una extraña sensación de mareos y vértigo. La luz, que era más bien una niebla, se disipó para mostrar el local, que parecía moverse y tambalearse como un barco en la zozobra marina. El crítico vio como los clientes flotaban en el aire y desaparecían por los ventanales abiertos y él mismo comenzó a planear involuntariamente alzando su cuerpo hasta el techo. Cuando parecía que se iba golpear, el techo del comedor comenzó  a subir de una manera casi elástica hasta formar una bóveda cada vez más grande que se expandía sin cesar borrando cualquier tipo de contorno. El crítico de restaurantes seguía planeando de manera frenética sin saber muy bien done estaba, después de dar tres vueltas aéreas sobre si mismo se dio cuenta que se encontraba sobrevolando lo que parecía el jardín del restaurante, pero era aquel un jardín muy extraño con hierbas grandes y retorcidas, árboles de forma anormal y hierbas aromáticas de tamaño cada vez más descomunal. Había también muchas flores extrañas que olían a marisco, carne, pescado, alubias, arroz y que parecían aumentar de tamaño por momentos o más bien era él mismo quien estaba menguando hasta penetrar como un ser diminuto por el interior de una flor con aroma de caviar.         

El crítico comenzó un viaje extraño en el que no tenía ya ninguna conciencia física de su ser. Recorría a velocidad vertiginosa un pasadizo de colores variables mientras notaba en su paladar el sabor de los tallarines a la boloñesa, el bacalao a la vizcaina, la merluza rebozada, el pato a la naranja, la chuleta de cordero, el sorbete de limón, el solomillo con patas, el sushi, la tarta San Marcos y así hasta cientos y cientos de sabores. Atrapado por fin en su propio mundo, disfrutó de las exquisiteces y pronto paladeó los mejores platos de los más grandes restaurantes en su viaje gastronómico. Entraban las sensaciones en su boca, su paladar, su garganta fluidas e invisibles. Estaba en una increíble gloria. No era capaz de ver nada, no sabía  si andaba o volaba, solo comía, tragaba y saboreaba. Solo era capaz de pensar fragmentadamente y no tardó en entender que el no había estado en realidad en ningún restaurante. Se lo estaba imaginando, se lo había inventado. ¿O no? No, no podía habérselo creado el mismo. Lo que había comido en el Pantgansier era real y el restaurante también lo era, pero algo tenían aquellos alimentos que le habían llevado a un estado de catatonia gastronómica. No era su buen sabor precisamente sino posiblemente algo que llevaban, algún ingrediente secreto no comestible o la simple combinación prohibida y extravagante de sabores o la ingesta de productos en realidad no comestibles. Pero el destino, alguien se lo había puesto en bandeja a él y casi un centenar de otros críticos gastronómicos convocados aquel día. Tal vez aquel restaurante no era tal, sino una especie de experimento. Era muy posible que el restaurante como entidad física ni tan siquiera existiese sino que fuese algo que estuviese en la cabeza de todo crítico de restaurantes, cada uno entendiéndolo y concibiéndolo como le parecía.

        Una luz blanca golpeó derepente al crítico de restaurantes y entonce cesó su infinita degustación. Estaba otra vez sentado en la mesa del restaurante y vio al resto de clientes, sus rostros desconcertados e incómodos. No parecía haber nadie del personal en local y los comensales comenzaron a abandonarlo. Así lo hizo también el. Cogió su coche y se alejó del restaurante. Cuando trató de lanzarle una última mirada desde la ventanilla del vehículo vio el viejo edificio del matadero abandonado. Aquel día, el crítico de restaurantes comió mejor que nunca. Nadie había oído hablar del Pantgansier cuando les preguntó a compañeros de trabajo, amigos y familiares y cuando consultó por Internet no lo encontró. Sin embargo, el jamás se había sentido tan feliz como aquel día. El crítico de restaurantes decidió que había llegado el momento de dejar a un lado dicha profesión, ya nada le iba a sorprender.      

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